«¿Cuál es la causa, mi Damón, que estando
en la lucha de amor juntos trabados
con lenguas, brazos, pies y encadenados
cual vid que entre el jazmín se va enredando
y que el vital aliento ambos tomando
en nuestros labios, de chupar cansados,
en medio a tanto bien somos forzados
llorar y suspirar de cuando en cuando?».
«Amor, mi Filis bella, que allá dentro
nuestras almas juntó, quiere en su fragua
los cuerpos ajuntar también tan fuerte
que no pudiendo, como esponja el agua,
pasar del alma al dulce amado centro
llora el velo mortal su avara suerte».
Si consultamos cualquier antología poética del Siglo de Oro español, enseguida nos percataremos del lugar destacado que ocupa dentro del conjunto de la lírica renacentista el famoso soneto de Francisco de Aldana (1537-1578): «¿Cuál es la causa, mi Damón, que estando…?». En primer lugar, salta a la vista que se trata de una composición técnicamente muy elaborada; en segundo lugar, utiliza el estilo directo, algo verdaderamente inusual, ya no solo en la poesía áurea, sino en la poesía en general. La voz íntima y personal del yo lírico es sustituida en este caso por el diálogo entre dos enamorados, Filis y Damón, de modo que los dos cuartetos se corresponden con la voz femenina, y los dos tercetos con la masculina, resultando así un equilibrio perfecto y armónico, tan del gusto de los renacentistas; en tercer y último lugar (aunque quizás sea este aspecto el más relevante y diferenciador de todos), nos sorprende el hecho de que se trate de un amor correspondido, de una interacción entre los enamorados que gozan el uno del otro: aquí la amada dista mucho de ser representada como la estereotipada donna angelicata que, de tan pura y casta, termina por mostrarse desdeñosa.
Efectivamente, la palabra se le cede primeramente a la mujer, a Filis. Ella formula una larga pregunta en la que destacan su curiosidad y franqueza eróticas: sin ambages, sin rodeos, quiere saber «cuál es la causa» qué provoca que haya momentos en los que la tristeza invade los ánimos de su amado y el suyo propio, si la pasión desbordante entre ambos debiera ser únicamente inagotable fuente de felicidad y regocijo. En principio, esta intervención de Filis pudiera parecer muy positiva si analizamos el soneto desde una perspectiva de género, ya que la amada se nos presenta como sujeto deseante, sexualmente activo, con una voz propia que declara abiertamente —y de manera fogosa— cómo se siente respecto a Damón. El empleo de palabras como «lenguas», «encadenados», «chupar», y del sintagma «lucha de amor» (que entronca con la tradición del tópico clásico de la militia amoris), son muy sugerentes —o incluso más que eso, son explícitos—, y remiten a imágenes y escenas eróticas que cualquier lector es capaz de visualizar en su mente.
No obstante, cualquier posible efecto positivo que este papel femenino pudiera tener queda totalmente diluido en cuanto damos paso a la lectura de la segunda parte del poema, correspondiente a la intervención de Damón. Y este es precisamente el punto al que quería llegar: cómo la respuesta del enamorado de Filis a su pregunta es un claro ejemplo de lo que se conoce, actualmente, por mansplaining. Este anglicismo, cada vez más extendido, hace referencia a «aquellas situaciones en las que un hombre asume, por el mero hecho de ser hombre, que sabe más que una mujer y, en consecuencia, decide explicarle cosas, con tono condescendiente o paternalista». Por supuesto, ha de tenerse muy en cuenta el contexto en el que este soneto fue escrito, así como las convenciones socio-literarias de la época, según las cuales se nos muestra a un Damón cortés, dulce incluso, que no interrumpe en ningún momento a Filis, y no le da ningún tipo de explicación que ella no haya pedido. Pero esto responde nada más y nada menos que a los intereses personales del autor, quien, en aras de respetar la definida y rígida estructura métrica del soneto, no nos iba a brindar un discurso que quedara inconcluso por la tan típica masculine urge de interrumpir a la otra persona que está hablando, especialmente si esta se trata de una mujer, pues, a sus ojos, cualquier opinión suya vale muchísimo más, y merece más la pena que sea expuesta que absolutamente cualquier cuestión que ella pudiera llegar a plantear.
Es muy significativo el estilo oratorio de Damón a la hora de dar respuesta al interrogante que le plantea su amada: comienza su parlamento con una referencia mitológica, a Eros o Cupido, y sobre esta idea filosófica neoplatónica de que las almas enamoradas sí pueden alcanzar una plena fusión, mientras que para los cuerpos esto es sencillamente imposible, estructura su réplica. Si bien el lenguaje empleado no es excesivamente ampuloso, como corresponde al ideal renacentista de la llaneza expresiva, sí que se percibe en el tono, así como en el contenido mismo, esa actitud de superioridad propia de quien cree saber más que su interlocutor(a). Salta a la vista el enorme contraste entre la dimensión absolutamente terrena, física y corporal, que define el discurso de Filis, y la dimensión trascendental, imbuida de neoplatonismo amoroso, que caracteriza el de Damón. Esto se explica, sencillamente, por el hecho de que sería impensable que una mujer diese lecciones a un hombre acerca de temas filosóficos, pues esto no les compete a ellas; ese conocimiento está reservado a los sujetos masculinos, y les corresponde a ellos, por tanto, alumbrar a sus amadas, sacándolas de las tinieblas de la ignorancia en las que se encuentran, porque no son capaces de ver más allá de lo sexual, mientras que se les escapa, por definición, todo aquello que pertenezca al mundo de las ideas. No obstante, y a pesar del empeño que ha puesto Aldana en marcar las diferencias entre ambas intervenciones, no deja de resultar curioso cómo Damón, en medio de su discurso ex cátedra, introduce una imagen que podría llegar a ser vista como ruda, simple, carente de sensibilidad lírica («como esponja el agua»); por su parte, Filis, a pesar de su generalizada explicitud, ya anteriormente señalada, hace uso de otra imagen mucho más bella y elaborada desde un prisma poético, para referirse a la unión de los cuerpos de los enamorados («cual vid que entre el jazmín se va enredando»).
En fin, ya a modo de conclusión, quisiera hacer notar cómo, por desgracia, este papel subordinado de la mujer respecto al hombre es una constante en la lírica neoplatónica del Siglo de Oro, si bien en muchos casos aparece maquillado por la ausencia total y absoluta de la amada, que no tiene ni voz ni voto, y solo existe porque provoca, con sus desdenes, el sufrimiento de un hombre, por mucho que ese mismo sujeto poético masculino nos intente hacer creer que es al revés, y que es por ella por quien él vive, y por quien él muere.