Según cuenta la leyenda, la lluvia ha sido considerada como las lágrimas de Dios.
Lluvia siempre pensaba en esto, en la dependencia que ejercen sobre ella. Llegando incluso a oídos de los habitantes de la tierra, dictando que cuando
llovía era causa de la tristeza de él, de Dios. Ella continuamente oía. «hoy es un día lúgubre y triste, está lloviendo otra vez». Sin embargo, acostumbrada a ser sus lágrimas, aceptaba su destino dependiente, a ser resultado de alguien más. De no ser propia, de la dependencia de sentirse dominada; ni siquiera contaba con el respaldo de las nubes porque según las gentes en ese tiempo no existían.
Cada vez que Lluvia debía caer, Dios la llamaba y ella sin saber por qué, por hábito, se posaba en sus mejillas y comenzaba a desprenderse lentamente. Estas precipitaciones, eran diferentes a las que ahora conocemos. Ellas eran tortuosas para la población, como un constante martilleo de gotitas de agua. Impedía trabajar a sus gentes, el sonido aterrorizaba, y sabían que los días lluviosos serían devastadores. Dios les enviaba un castigo. Este le pedía que lo obedeciera, lo respetara y amara sin reproches. Así, Lluvia accedía a todo ello, creyendo que, si realizaba actos contrarios o incluso propios a su deseo, sería encerrada en aquella soledad, de nombre maldito.
Cuando Luna decidió salir, a su paso dejó la oscuridad, y quiso llamar a Lluvia. Solo se veían a escondidas, a escondidas arropadas por el manto de estrellas bailarinas. Toda la noche, se pasaban enredadas, tocándose, anhelando que Sol llegará tarde a su oficio. Cada vez, fueron más las noches que se veían jugando con la humedad y el brillo. Un día Luna, por amor a Lluvia se convirtió negra, camuflándose con la noche. Lluvia entonces, rompió contra la tierra, invadida por ese renacer causado por la desesperación. Fue en ese instante arrollador, cuando su agua brotaba por cada uno de sus poros, era como si pudiera palpar el agua y hacer de esta algo suyo. Volvió a nacer. Respiraba en agua y no se ahogaba, descubrió que, en la exaltación de toda su ira, de todo su sufrir es donde se hallaba ella. Pura, propia y digna de poseer su acción de empapar todo a su paso.
Enterado Dios de lo que para él era una imperdonable catástrofe, desató su ira, al verse rodeado del locus amoenus que suponían las flores, los arboles verdes, y prados por los que cualquiera desearía correr y que habían sido fruto de la acción de Sol y Luna. Ella volvió a casa decidida, decidida a partir. Él, la obligó a parar. Sucedió, se hallaba sola. Sola. Soledad. Se decía sola y una fuerza mayor invadía su sentir. Libertad es lo que encontraba en soledad. Expulsada de un paraíso falso. Eligiendo crear sus propias nubes, donde poder habitar. Grises son estas. Un color para dignificar la tristeza y el sufrir, pero lo había decidido ella. Había creado su casa, aquellas nubes de un color ausente de significado, lo eran todo. Un verdadero infierno gris.
Desde entonces hasta nuestros tiempos, las nubes existen. La lluvia genera paz, alegrías, dichas, virtudes. Aunque muchas de las personas, enteradas de su soledad, cogen paraguas, se encierran en sus casas, se cubren con chaquetas. No vaya a ser, que, por una desdicha, esa Lluvia decida posarse sobre sus pieles y traspasarle el amor a la soledad. El amor por una atormentada vida real.
C. R. Burdet