Pieter Brueghel el Viejo - El triunfo de la Muerte

Sobre un poeta que hubo de elegir (II)

III

A la mañana siguiente, habiendo dormido todos como pudieron en el viejo caserón del burgués, marcharon con los primeros bostezos del alba. El café se tomó fuera, no por desprecio a la esposa de Tomás, claro, sino por necesidad de movimiento. La reunión comenzaría a las nueve, mas que se les llevasen los demonios, si no estaban ahí dos horas antes; las ideas ya estaban asentadas, era la Historia el motor de sus cuerpos que los arrastraba hacia donde, irreversiblemente, el futuro empezaría a cambiar. 

Poco después de las siete y media se despidieron en el Dorado, un viejo bar entre los barrios de Manjares y Alta Cuna que gozaba de reunir allí a la élite intelectual de la capital y, por ende, de todo el país. Y como si de la última cena se tratase, el Poeta les bendijo con un breve sermón. Apenas fueron unas simples palabras de ánimo, pero suficientes para luego ser transcritas como dogmas. Era el flujo de la Historia; su caudal rugía como mil bestias del apocalipsis anunciando este. Así marcharon, colmados hasta arriba de cualquier emoción que un ser humano pudiera sentir.

Mas el Poeta no fue. No, él era un prófugo que debía ocultarse tras bambalinas. Suficiente había hecho dejándose aparecer por el Dorado. Sintió por ello el peso del mundo cuando vio los coches que había alquilado para ellos, doblando la esquina, pues en aquellos seis hombres había dividido su alma para ver cumplido su deseo. El tiempo daría sus resultados, estaba seguro de ello. Si había dejado a un lado a su familia, era por darles un mundo mejor. Uno en el que un pueblo no estuviese esclavizado por unas ideas que le quitasen su libertad y rompiesen su dignidad. Uno que no lo castigara por darle voz y razón a un pueblo ciego para hacerle vivir en las sombras, bajo una completa soledad, sin hogar en el que descansar. Lo habían llamado exaltador de masas por organizar una manifestación que, por no corresponderse con las ideas del gobierno, fue tomada por ilegal. Luego, añadieron al cargo, la responsabilidad de dos almas que habían dado su vida por defender la integridad de su patria. El Poeta deseaba siempre escupir cuando recordaba aquello. Y es que parece no importar las otras vidas que se cobraron cuando estos mismos mártires, asesinaron a unos cuantos protestantes. Mas la culpa era del Poeta y no había más que hablar. Hasta ahora.

Subió entonces al coche que ya le estaba esperando demasiado tiempo. Les deseo por última vez suerte, mirando a la esquina donde hace rato habían desaparecido y se marchó a su ratonera. 

–¿A dónde le llevo, jefe?–preguntó el chófer, provocando un golpe seco en el techo del coche por parte del Poeta.

–¿Quién eres, cochero?–contestó asustado y arrinconándose en la esquina de los asientos traseros. Quizás se había descuidado demasiado y…

–¡Demonios, claro! Perdone usted mis modales, don Ernesto. Santiago ha enfermado y me ha pedido que le sustituya. Soy su primo, por cierto. Ginés me llaman.

El Poeta respiró aliviado. Ya le habían advertido de ello. Andaba tan distraído en los últimos tiempos.

–Discúlpeme usted, Ginés. Soy yo el que debía de haberse acordado de la baja de don Martínez. 

Ginés le devolvió una sonrisa, mientras se giraba hacia delante y agarraba con firmeza el volante.

–Bueno, volvamos a empezar. ¿Dónde desea ir, jefe?–dijo lleno de jovialidad; el Poeta no pudo evitar sonreír también, quizás aliviado de que no lo iban a secuestrar.

–A mi casa, por favor.

–Por supuesto, jefe.

Curioso personaje meditó enseguida el Poeta al tiempo que un ronquido seco proveniente del motor anunciaba que ya se movían. Santiago resultaba una persona discreta y callada, perfecta, mas aquel nuevo cochero quizás fuese un alborotador.  Sin embargo, había algo que ocultaba aquella impresión, como si de un grueso velo se tratase.

Suspiró. Lo importante no era aquello, era el juego, la parte en la que finalmente acabaría la pelota…

–Se le ve preocupado a usted, don Ernesto–anunció repentinamente Ginés–. Y perdone, claro, la impertinencia, pero me juego el pellejo a que tiene que ver con las cortes que ha convocado el rey. Verá, no me gustaría darle a usted el tostón, pero permítase un poco de benevolencia por un humilde trabajador que se encuentra ante una excelencia como usted. Y es que todo el mundo estamos igual, nos gustaría saber que va a ser del país ahora que el presidente ha muerto.

–No se preocupe, Ginés–dijo el Poeta ocultando su irritación–Verá, a mi también me gustaría entender qué es lo que acontece hoy en día con la política, si le soy sincero. Mas, si tuviese que resumirlo, diría que la oposición al gobierno a fecha de hoy, es demasiado fuerte como para dejar que otro político tradicional suba al poder. Es decir, debe de haber un cambio de gobierno.

–A ver, que no sé si le he seguido–dijo Ginés cambiando de marcha–. ¿Usted dice que los políticos estáis peleados y que el partido de usted va cambiar el gobierno de ahora?

–Sí…sí, más o menos así–respondió el Poeta intentando no mostrar su irritación.

–Entiendo…¿O sea que por eso es por lo que se han reunido las Cortes?–preguntó el conductor al tiempo que la impresión de una calle se pintaba gris en las ventanillas.

–Correcto-dijo secamente. Quizás así entendería su deseo de silencio.

Mas este no se vio cumplido. Repentinamente, el pie de Ginés aplastó la palanca de freno y la gravedad hizo lo suyo con los cuerpos que se zarandearon con el repentino parón. El coche quedó inmóvil. El Poeta no se atrevió a respirar de la sorpresa que seguía marcando su pulso cardiaco. 

–¡La virgen qué susto!–maldijo Ginés. 

El Poeta lo miró con ojos desorbitados.

–Oh, claro, perdone usted los modales, de nuevo. Un buen susto siempre quita las formas, ya sabe.

–¿Por qué ha frenado?-preguntó exaltado. Antes creía que iba a ser secuestrado, ahora veía en aquel accidente un atentado.

–Ah, sí. Mire usted al frente y verá: una turba de gente ha taponado Gran Vía–Esto último lo dijo con cierta ironía. El Poeta no le hizo caso, el frente absorbió sus sentidos.

Un océano de personas se arrastraba sin fin hacia el Congreso, allí donde acababa la Gran Vía. Sin embargo, no era la pasmosa cantidad de personas que barría aquella gran calle lo que removió su interior, fueron los gritos. Fueron los truenos descontrolados que farfullaban, como si la voz de Zeus se tratase. Rompían el aire, cortando la respiración de quienes escuchaban tanto odio. El mundo se había volcado irremediablemente a ese momento. 

–¿Todo bien?–preguntó su chofer–. Vamos a dar la vuelta, por cierto. Sé que no le gusta rondar calles que no sean principales y que le canso con mi palabrería, pero no hay otra.

La risa de Ginés, junto con su comentario, sacó su atención de la barahúnda a la que habían llevado a la historia. Por un momento, su conductor no pareció aquel boceto de hombre bonachón que se había dibujado en su cabeza a raíz de su conversación.

–Está bien, no se preocupe–aseguró el Poeta, alejando la irracionalidad del pánico de su cabeza. 

–De acuerdo, jefe. Pero sepa usted que al estar yo a su servicio, puede pedirme en cualquier momento que silencie mi boca–le dijo Ginés con un tono que cada vez se alejaba más de la jovialidad.

¿Se estaba perdiendo algo? El Poeta miró al retrovisor y se encontró con los profundos ojos del chófer clavados en los suyos. Eran indudablemente huecos, vacíos hasta las trancas.

–Le agradecería que guardase silencio, gracias–anunció el Poeta olvidando la enajenada mirada con la que le seguía mirando. pese a haber apartado la mirada tiempo atrás.

–Perdóneme usted entonces–contestó mientras daba marcha atrás y ponía rumbo norte al coche–. Sin embargo, si usted me disculpa, me gustaría que me contestase a una última cuestión.

Aquello se estaba rizando más de lo debido, mas no sintió fuerzas para decirle que no. No pudo dilucidar el por qué, simplemente no podía no abandonar el cauce por el que le conducían aquellas ásperas y solemnes palabras, ahora muy distantes de lo que una vez fue un tono liso y harto alegre.

–Hable, señor Ginés.

–Verá, me llama la atención sobremanera, la preocupación que usted emana como, ya le he preguntado. ¿Pero qué es aquello de lo que su mente no se puede alejar?

La pregunta le dejó confundido. No entendía de qué iba todo aquel cambio.

–Es complicado contestar a…

–Simplemente sé sincero, don Ernesto. Tiene todo el tiempo del mundo–le cortó repentinamente.

Suspiró.

–Querría, si un deseo de genio se me diese, acabar con el tiempo en el que vivimos–paró un momento al darse cuenta del odio con el que había dicho eso. Debía de relajarse–. Son muchas las esquirlas que componen esa ambición, lo sé. Incluso puede que sea imposible. Sin embargo, ese es mi deber.

–Ya veo, por eso es usted político, imagino–anunció Ginés, ignorando el desazón de las palabras escupidas por el Poeta–. Pero, fíjese que se me queda aún una espina clavada de curiosidad; y es que me tiene muy inquieto el futuro del país, como alcanzará a observar. No me refiero a política, no se confunda, sino a qué será de las gentes que habitamos la nación. Por eso es por lo que le he preguntado acerca de su cavilación, siendo usted, he escuchado, un figura tan relevante en la política..

–Vosotros, el pueblo, seréis recompensados por tanto sufrimiento. Ahora que todo va a cambiar, se os dará lo que merecéis…la paz–dijo con ansias de acabar en el acto la conversación mientras cambiaban  de calle.

No pudo entonces Ginés contener la risa que irrevocablemente saltó de su boca como un semental indomable.

–¿Estará la pelota en tus manos?–preguntó Ginés llenando aquellas palabras de sátira.

Y volviendo a mirar a esos ojos, el Poeta se dio cuenta de que no es que estuviesen vacíos, es que estaban tan llenos, que, como el universo, la eternidad asemejaba al vacío. En cambio, había algo más, algo que habitaba en aquella sonrisa y que desde el principio lo había inquietado. Sí, eso era. El frío le recorrió la espalda como el rocío congelándose en la madrugada. Era él.

–Eres el…

–El Diablo, en efecto, puede atreverse a decirlo; aunque, si me permite la observación, son muchos más los nombres que se me han dado, recuérdalo…–dijo sin rendir aquella carcajada–. Ha tardado mucho en darse cuenta, don Ernesto. Lo tomaba por alguien de más inteligencia, y, oh claro, no se lo tome a mal, no es que el Diablo suela ser una aparición regular en la vida de las gentes. Mas, ya sabe usted que se conoce, esperaba más presteza. Por lo menos, pensaba que se ofendería antes con mi insistencia. 

El Poeta, rígido como el mármol de una estatua, intentó moverse y quitarse el hechizo por el que en piedra estaba. Mas esos ojos meduseos, esos pozos de eternidad, esos universos contenidos en pequeños cristales, ya no solo veían su alma, sino que la perturbaban, dejándolo a uno más que desnudo.

–Bien sé, Don Ernesto que bien se le podía haber aparecido la muerte y no se hubiera asustado. Y es por eso por lo que estoy aquí…

–No voy a hacer ningún trato contigo, Diablo–perjuró el Poeta atado al odio, sintiendo la espada a su frente y la pared en su atrás.

El Diablo rio y tanto resonó aquella orquesta que salía despedida de las cuerdas vocales de sus supuesto conductor, que bien podía haber sido escuchada por aquel mar de personas que se agrupaban en Gran Vía, al otro lado de los edificios de su izquierda. Deseaba poder salir de aquel automóvil y perderse si hiciera falta por las calles de la capital. Sin embargo, tanto había alejado aquella criatura el coche de la realidad, que podrían perfectamente encontrarse en el infierno.

–Ay, demasiada es la literatura en la que se mueve. No harás ningún pacto conmigo, puede relajarse–aseguró la bestia sin dejar de conducir–. De todas formas, no he venido a menos ni a más, que a hablar usted, querido don Ernesto. Simplemente a parlar. 

  –¿Y por qué querría el Diablo charlar conmigo, acaso soy objeto de alguna apuesta con el Señor?–contestó el Poeta.

–Y efectivamente, he aquí un hombre de cultura; un hombre cuya cabeza está repleta de conocimiento y sabiduría. Mas, por Dios, don Ernesto, olvida usted dilucidar la realidad entre tanta ensoñación y es que yo no soy la única aparente visión que se muestra ante sus ojos–dijo burlesco. 

–¡Déjeme aquí ahora mismo! No pienso formar parte de este ensueño. Pare de inmediato el automóvil. Caminaré si hace falta, incluso aunque me atraquen o secuestren, por tal de alejarme de aquí–perjuró.

De nuevo mil tubas retumbaron desde la garganta del Diablo. El Poeta no cabía en su ser y no precisamente de gozo. Bien deseaba en ese momento irse a los confines del universo para huir de tal aparición. Mas no podía ser real. Pero aquella voz, ese timbre…

–Venga, por favor, cálmese. Se lo digo en serio, don Ernesto. Haga el favor de no subir los pies a la tapicería, es cara, ya sabe–dijo el Diablo abandonando la sátira por la paz–Ve, así mejor, solo estoy aquí para hablar. Para que me hables a mí de…

–No me faltaría razón al deducir que está aquí por algún oscuro fin–le cortó el Poeta.

–Juraré, si lo deseas, ni tan siquiera pensar en practicar con usted mis artes oscuras.

–Júralo, pues. Luego no rompas tu palabra.

–¿Crees que alguien de mi posición haría tal cosa?

El Poeta dudó. Se sintió un niño ante tal situación, mas quien no se sentiría así…

–Jurado queda que no me entrometeré en sus asuntos. Además, su escondrijo no queda a mucho, mire, estamos detrás del Congreso.

Suspiró  agarrándose a la calma, mas aquella situación lo enajenaba.

  –Véase que recordarás esta situación como un lúcido sueño, de hecho, no debería ni haberme camuflado como cochero–resopló–. Mas es deber del Diablo el presentarse ante tal circunstancia. Y mira que estos ojos han visto caos, pero que me parta un rayo si mi pútrido corazón todavía no goza de emoción al encontrarse de frente con situaciones así. Mire, don Ernesto, es por eso, le repito, por lo que me tiene aquí aparecido en su visión: entorno a usted, como bien sabrá, giran muchas piezas que han puesto en jaque al futuro de esta nación–una sonrisa, ancha como ella misma, volvió a dibujarse en su rostro–. Yo sé que  no mandó a aquel zafarrancho a matar al presidente, pero tampoco me equivocaría al afirmar que usted se alegró del asesinato de aquel desgraciado. 

  –Sois una víbora, bien podrías volver a donde de verdad deberías estar. Y si me alegré fue por…

–También lo sé…se alegró por ver una luz en un horizonte de tinieblas; viste posible un futuro en el que pudieses vivir en un país donde no podía sentirse oprimido, no sea un prófugo de la ley y no tenga a su familia alejada. Mas, sepa usted que un servidor no es Dios para hablarle de justificaciones por sus dolencias éticas. Sepa, pues, que yo vengo a ayudarle a esclarecer lo que en torno a usted acontece. Mire, sé bien que andaba muy preocupado hasta que mi aparición borró ese sentimiento con miedo y furia. Por eso y solo por eso, me gustaría hacerle ver qué es lo que pasa con su tiempo. Entonces, ahora que le tengo a usted calmado, permítame formularle una cuestión: ¿qué es lo que siente cuando ve aquello?

Señaló entonces el Diablo a su izquierda, allá donde un mar en tormenta gritaba y se empujaba con odio frente al congreso. Habían llegado a la parte alta de la ciudad. A los ojos del Poeta les fue imposible no abrirse como dos lunas que observaban la tierra. 

–¡Pare el coche!–gritó de repente– ¡Párelo, por Dios!

Así hizo y el Poeta se lanzó a la carretera tras un rápido abrir de puertas para llegar hasta la acera, donde discurría ascendentemente un mirador. Gritos incoherentes llegaron hasta sus oídos rompiendo la presa que contenía sus lágrimas. Aquello era la fuerza de un pueblo que deseaba un cambio; uno que él mismo le iba a dar…

–¿Y bien…?–dijo el Diablo parándose a su lado.

–Esta es la razón por la que lucho hoy Diablo. La razón por la que tengo que cambiar esta nación. El pueblo no puede vivir con tanto odio. Yo mismo no puedo vivir con tanto odio.

–Comprendo…Así pues, sabe usted de lo que se cuenta de las sociedades.

–Usted es el Diablo y como tal, sabrá que soy catedrático en sociología, al menos hasta que me echaron por supuestamente matar indirectamente a dos oficiales de la ley.

–Ya, ¿pero sabe usted de verdad? Quiero decir, y no se me ofenda usted, no pongo en duda su sapiencia, ¿mas, sabe realmente cómo funciona el corazón humano?

–Si, Diablo, sí. Es en el corazón donde nace mi sino.

–Sabrás elegir entonces.

El Poeta siguió mirando el horizonte. Tanto susto para tan pocas palabras, las cuales, de hecho, parecían meras filosofías menores. Al menos, y tal y como había dicho el Diablo, aquello sería recordado como un sueño en el que apenas repararía con la memoria a los pocos días.

–Mire Poeta, aquello que sus ojos ven puede ser una espada de doble filo. Un arma que, bien usada, puede ser virtuosa, es decir, tal y como usted teoriza con sus ensayos y tratados, un medio necesario para alcanzar su esperada meta. Mas si conoce el corazón de los hombres, la vida que por sus venas corre, tal y como espero, sabrá qué es lo que necesitan y cómo deben de ser tratados. Por eso confío en usted. Confío en que, como alega, es conocedor del movimiento del pueblo y del destino que las Moiras han tejido para usted y para su pueblo. Y es que sé de todo corazón, que será capaz de llevar a cabo todo cuanto vuestra mente esboza como fantasía. Sé que sabrá elegir.

–Y aún intentando animarme, sus palabras se escupen con ácido–le dijo el Poeta– Además, no me ha dicho nada que no sepa ya.

El Diablo suspiró apoyándose en la barandilla del paseo.

–Lo sé Poeta…sé que sabrá actuar–contestó el Diablo–. Será mejor que marchemos a su escondrijo…es tarde.

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