El soñador - Caspar David Friedrich

Sobre un Poeta que hubo de elegir (I)

I

El fulgor llenaba la plazoleta al compás de una cautivadora voz de júbilo y tesón. Mentones oscilantes se llenaban de orgullo con esas palabras, confidentes de lo dicho, al tiempo que aplausos y silbidos resonaban entre los casones antiguos. No había más lugar en aquel rincón de medievales piedras, que para la alegría por lo bueno. La euforia estaba tan sometida a aquellas bellas palabras de pureza que rato tardó, pese al trueno, en caer en el caótico pavor al verse mancillado el pálido decorado del carmesí de la sangre y del visceral de las entrañas. 

El caos trascendió a lo mundano embriagando los orgullosos corazones con el clamor de las emociones. De este modo, débil o inexistente era la presa que las contenía. Lo primero fue el pánico que hizo de la plazoleta, un mar de personas que iban y venían a base de empujones hacia las calles convergentes allí. Apenas unos pocos se percataron del crimen y, si acaso se enteraron, fue por pura lógica: el trueno del arma más el mutis de la señorial voz, igual a desventura. Sin embargo, la mayoría fue arrollada por estos y su muerte fue bajo el presto pensamiento de la  confusión, llegando esta por azar y sin permitirles un adiós a la vida.

Por ejemplo, un anciano conocido en los alrededores como «el Sabio» y que gustaba de dar lecciones a los crecientes niños (de ahí el apodo), falleció al ser pisado su cuello por una bota. Déjoles entonces sin sabiduría a los pobres chiquillos que crecieron a su muerte mustios en las cercanías.

Paco «el Botas», Saturnina «la Cielos» y Antonio «el Pinacho» expiraron su vida a base de ansia, ya que los tres se aplastaron mutuamente, segundos después de salpicarse con la sangre de la melosa voz.   

Otra, además, la joven Encarnación hija de «la Pescadera»,  fue declarada muerta junto a su hijo que apenas había podido escapar del vientre de su madre para ver la luz del mundo. La causa: asfixia. El mar se la tragó.

Poco se habló también de los niños prensados, mas no por ignorancia si no por dolor. Muchos de los padres de estos fueron la apisonadora que les quitó la vida. Hoy descansan en tumbas blancas. Sus padres tienen el corazón negro.

Tras el tsunami del terror advino la ira. Su preludio se inició con la llegada de los gritos de unos que rezaban: «Ha muerto el opresor»; o incluso: «Viva la muerte». Aun siendo pocos, su grito bárbaro no necesitaba más que la fuerza del odio segador. Entonces, los criados de los caserones circundantes asomaron sus inquietos ojos por la rejilla de las persianas venecianas y vieron a aquel zafarrancho armado hasta los dientes. Pronto sonaron más truenos. 

Quiénes eran esos, era una cuestión no muy conocida. La oposición, claro, pero pocos lo sabían específicamente. Tan solo entre los susurros de los sirvientes cercanos a los señoritos se pudo escuchar un mísero nombre: «el Poeta». Un nombre que pronto estaría en boca de todos y que de mísero tendría poco.

Fue aquel el momento en el que el pánico se transformó en furia. Muertos los queridos y el ídolo, muchos no tardaron en salir corriendo a sus hogares a por las armas. Mas la oposición estaba tan dispuesta como estos a montar guerra. Habían venido para ello. Fue un día sangriento aquel, aunque no tanto como los que vinieron. Estos llenaron la plazoleta de gritos de odio bajo la armadura musical de la muerte. Y su espada era el silencio y su voz la de las armas. Y así, en quietud, resonaba la mayor tormenta que aquel rincón había conocido jamás. Tan ominosa era esta que no solo le arrebató el aliento a los muertos, sino que unos tantos no volvieron a hablar. Su mirada se perdía en los entreactos, llevándolos una y otra vez a revivir aquella masacre. Cuellos prensados. Pulmones aplastados. Vivos y muertos, aquella masacre les hacía hermanos.

Muchos vecinos, pues, cargados con el osado tesón de la rabia se lanzaron a un enemigo que ni siquiera habían visto. Pero, claro, nada más les quedaba, nada más importaba y nada más quedó que plomo en sus entrañas. Pocos fueron y poco lograron, mas aquello fue largamente recordado.

La historia cambió a partir de entonces: muchos perecieron, entre ellos, el presidente.

II

La lumbre se negaba a encenderse. Las chispas del pedernal quedaban neutralizadas por el aura tenebrosa que invadía el interior de aquellas viejas paredes. Tan era esta, que hasta la noche había perdido su encanto y abandonó a los hombres allí congregados en torno al teléfono, a una atemporalidad carente en su totalidad de matices. La naturaleza no pintaba nada en ese lugar, solo el hombre y únicamente el hombre. Nervios, eso sí que había. Agotamiento, también. Y ni que hablar de lo cargado que estaba el ambiente de ideología. Las babas, esparcidas por toda la mesa, estaban llenas hasta las trancas de desenfreno político y restos del vino ahora gastado. ¡Cuánto habían bebido y cuánto habían escupido! Vaya noche y todavía no habían llamado.  Suspiraron. 

El dueño del hogar, Tomás, un pequeño burgués de malas pulgas que dirigía un periódico no muy grande, clavó agujas a su mujer con su voz al no poder encender esta la lumbre. Más babas a la mesa. Unas pocas más y esta ardería por el odio allí derramado. Menos mal que ya llevaban rato en silencio y aquello fue un comentario puntual. Estaban agotados. ¿Pero cómo demonios no sentirse así con el ácido que había emanado de sus bocas? Tan solo se respiraba humano en aquel viejo caserón del barrio de Manjares. Ni las ratas, que allí eran el pan de cada día (en ocasiones literalmente), se acercaron a rascar algo de comida.

Poco tardó otra vez Tomás en maldecir a su mujer por no poder encender ni un fuego. Más ni él mismo pudo, ni el mismo señor Guardiola. Tampoco se disculparon con ella. Todo valía un comino aquella noche. Todo, menos el teléfono. Eso sí que importaba. La mujer desapareció de escena ahogada de tanto hombre, se acostaría y desaparecería de aquella subrealidad que habían generado a base de política. Sus últimos pensamientos fueron dedicados a esta y al odio que sentía hacia ella para luego descansar con poca paz.

Mientras, los hombres siguieron con sus entremeses mentales, acabadas ya sus fuerzas para hablar. Suficiente con el ruido que había ya en su cabeza. Suficiente con lo que se estaba gestando ahora en su patria. Dios santo, no se les debía escapar aquella presa llamada oportunidad para plasmar, por fin, sus altos ideales. Dios los amparase si aquello no llegaba a suceder. Dios los perdonase si cometían alguna sandez y echaban a perder aquel manjar para el alma humana, esa que aspira al encontrar el cielo en la tierra. Dios todopoderoso, la Historia volvía a poner al humano en infernales tesituras para comprobar si podían alcanzar sus ideales. O al menos eso creían algunos. Aquello era enormemente dubitable, tanto que a uno le tiembla el espíritu al ahondar en sus congeladas aguas llenas de realidad. En muchas ocasiones, de esa cuestión depende el ánimo de muchos, hasta el punto en que perjuran que sus ánimas se quedarán en la tierra hasta verse cumplidos sus deseos, quizás condenándose a perdurar en el infierno hasta que el apocalipsis culmine con el juicio final y el humano no sea más que una idea alejada entonces de la naturaleza. En todo caso, aquellos tiempos que corrían por sus venas habían alcanzado un punto de inflexión: el presidente había sido asesinado. La guerra en la que la política se había convertido, era ahora un claro blanco contra negro. Un maldito tablero de ajedrez enfrascado en un juego de pelota, siendo esta el destino mismo de una patria. Dios los protegiese. Allí empezaba el partido y todo dependía de una llamada que estaba tardando ya mucho en llegar. 

Algunos decidieron salir a la calle. El humo de sus cigarrillos bailaba con los tirabuzones de la bruma al son de una superficial conversación. Al mismo tiempo, una brisa crepuscular esparció por el mundo exterior sus más profundas perturbaciones, mientras elaboraban un coloquio atestado de preguntas como: ¿y tu familia, Julián? ¿Los niños qué tal? ¿Se encuentra bien tu esposa? ¿Sabes que Don Antonio se ha retirado? Etcétera. Mas, quizá, lo necesitaban: llenar su cabeza de trivialidades para subir a flote y navegar con tranquilidad sobre la vida. ¡Qué deleite! Pero no podían, aunque ganas para ello no les faltaban. Ninguna, de hecho. Todos se hallaban maldiciéndose en su interior por arrimarse a aquellos entresijos que les hacían más mal que bien. Mas esa, según ellos, era la divina misión que debían, por lo menos, perseguir. Así estaban todos, tanto sobre el pavimento, entre humo y bruma, como sobre el suelo del comedor, entre humo y hedor. ¿Qué le iban a hacer si no? Rieron con tristeza al unísono, cada uno ataviado con sus entremeses mentales. ¿Qué le iban a hacer?

Las luces de un coche alumbraron a Julián. Aquello fue una sorpresa, ya que tan alto sonaba la maquinaria de sus cerebros que el propio motor del coche quedó insonorizado. Su destello se reflectó en cada lazo de niebla cobrando la escena una sinuosa oriniscencia que recordó a los fumadores a esas viejas historias románticas. Esas en las que cada ápice de realidad entraba en mezcolanza con el trágico humano, elevando la naturaleza al único recodo de paz posible, espejo de la miseria del alma. Quizás sí se sentían un poco románticos, pero nada importaba de aquella reflexión; ¿quién demonios iba en coche por aquel arrabal? Un loco, seguro. Pero, espera. No. Un loco, no. Era él. Sí, sin duda. El hombre más sensato que hubiesen conocido: Ernesto Ramírez de Ulloa, más conocido como el Poeta. Un hombre que había sido ungido en ese nombre por su bella tez ideológica, llena de pasión y sentimiento. ¿Cómo lo sabían? No había más que respirar hondo y notar la Historia palpitar en sus venas, en la bruma, en las chispas de sus cigarros. Uno, ante tal firmamento, podía entender con presteza que lo que ocurría de continuo había perdido su característica cotidianidad. En ese momento, cada cita, cada charla, cada viaje, podía cambiar el curso del país entero. No cabía duda, era el Poeta. 

Sin embargo, no debía de estar allí. Era, con gran certeza, la persona más buscada de aquellas tierras y la cual, claro, era el axis de todo aquel embrollo. De todos modos, allí estaba, bajándose del coche ataviado con un gabán negro y un fedora de ala corta del mismo color en la mano. Los saludó con un entrañable apretón de manos a sabiendas de que lo recordarían para toda su vida. No hicieron falta palabras alguna. Así, el Poeta, el señor Guardiola, Julián y Don Casimiro, entraron para saludar a los restantes, es decir, a Tomás, Gustavo y José. Tampoco se dijo palabra hasta que todos se hubieran sentado y, desde luego, no fue por ellos, sino por él. No hubo más vino. No hubo más pitillos. Solo su tranquila voz, que les hablaba como el mar lo hace con sus olas una tarde de verano cuando el sol lanza sus últimos despidos. Y escucharon lo que ya habían hablado, solo que aquel discurso era la firma del tratado que habían estado gestando para llevarlo por fin a cortes. Sí, lucharían por el bien de la patria. Sí, darían al país la edad de oro que merecía. Sí, cumplirían su misión. Sí, se harían con la pelota de aquel eterno juego. Solo les faltaba…

El teléfono gritó, como despertándose de un largo sueño provocado por un gran hastío. Eso al menos les pareció a los hombres. Tomás se lo puso rápidamente en su desproporcionada oreja. Sí. Sí. Sí, claro, claro. Claro. Sí. Le oigo, sí. Sí. Claro. Gracias. Hasta luego.

Era Rafael, su contacto en el gobierno. Y sí, el rey había convocado las cortes, es decir, había abierto la puerta para que por fin, sus perfiladas y desarrolladas ideas entraran al gobierno y se perpetuasen. Hubo vítores; todo el silencio que habían creado con una presa en sus cuerdas vocales fue eliminado al verse destruida esta. Hasta la misma mujer de Tomás, durmiendo como merecía, bajó alterada y, de hecho, no pudo no soltar una risa ante el jovial revuelo que siete hombres estaban montando. José incluso lloraba y Gustavo estaba a punto de hacerlo. ¡Qué momento aquel! ¡Qué momento en el que casi tenían pelota, la dichosa pelota del destino!

Así, empezó todo. Con un fuerte apretón de manos, un champán y la mirada del diablo en el soslayo del Poeta. Él sintió su presencia, pero se dejó llevar por la oscilación de la Historia. Comenzó pues el juego.

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