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que pensaron que tan solo estaban locos cuando Baltimore brilló con un éxtasis sobrenatural,
que saltaron en limusinas con el chino de Oklahoma en el impulso de la hibernal nocturnal afarolada lugareña lluvia,
que vagaron hambrientos y solitarios a través de Houston buscando jazz o sexo o sopa, y siguieron al español brillante para conversar sobre América y la Eternidad, una tarea inútil, y así tomaron rumbo a África,
que desaparecieron en los volcanes de México, dejando atrás nada más que la sombra de sus vaqueros y la lava y ceniza de su poesía esparcida por la chimenea de Chicago,
que reaparecieron en la Costa Oeste investigando al FBI con barbas y pantalones cortos con grandes ojos pacifistas sensuales en su oscura piel pasando folletos incomprensibles,
que quemaron agujeros de cigarrillo en sus brazos protestando el aturdimiento narcótico del Capitalismo,
que distribuyeron panfletos Supercomunistas en Union Square llorando y desvistiéndose mientras las sirenas de Los Alamos les aullaban y aullaban también a Wall Street, y el ferry de Staten Island también aullaba,
que rompieron a llorar en gimnasios blancos desnudos y temblando ante la maquinaria de los otros esqueletos,
que mordieron detectives en el cuello y chillaron con deleite en coches patrulla por no cometer más crimen que su propia salvaje autococinada pederastia e intoxicación,
que aullaron de rodillas en el metro y fueron arrastrados del techo agitando sus genitales y manuscritos,
que se dejaron follar en el culo por santos motoristas, y gritaron de placer,
que chuparon y se dejaron chupar por esos serafines humanos, los marineros, caricias de amor Atlántico y Caribeño,
que follaron mañana y tarde en rosaledas y en la hierba de parques públicos y cementerios esparciendo su semen libremente a todo aquel que pasara,
que hiparon interminablemente tratando de reírse pero acabaron sollozando tras el tabique de un baño turco cuando el rubio y desnudo ángel llegó para atravesarlos con su espada,
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