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que se encadenaron al metro para el viaje eterno de Battery al sagrado Bronx puestos de anfetas hasta que el ruido de las ruedas y los niños les derribaron temblando con la boca destrozada y el maltrecho yermo cerebral drenado de brillantez en la opaca luz del Zoo,
que ahogaron la noche en la luz submarina de un Bickford’s, flotaron y se sentaron toda la tarde de cerveza rancia en un desolado Fugazzi’s, escuchando la grieta apocalíptica que emana de la gramola de hidrógeno,
que hablaron continuamente setenta horas del parque al piso al bar a Bellevue al museo al Puente de Brooklyn,
un batallón perdido de conversadores platónicos saltando de barandillas de salidas de incendio de alféizares del Empire State hacia la luna,
chachareando, gritando, vomitando, susurrando datos y recuerdos y anécdotas y golpes oculares y shocks de hospital y cárceles y guerras,
intelectos enteros regurgitados en un completo recordar por siete días y siete noches con ojos brillantes, carne para el reparto Sinagógico del arcén,
que se desvanecieron en la nada Zen New Jersey dejando un rastro de postales ambiguas de Atlantic City Hall,
sufriendo sudores orientales y crujidos tangerinos y migrañas de la China con el mono en una habitación vacía de Newark,
que vagabundearon por los alrededores y en derredores a medianoche en el patio ferrocarrilero preguntándose dónde ir, y fueron, sin corazones rotos a la espalda,
que encendieron cigarrillos en vagones de carga carga carga traqueteando por la nieve hacia granjas solitarias en la paternal noche,
que estudiaron Plotino, Poe, San Juan de la Cruz, telepatía y bop cabalístico porque el cosmos vibraba instintivamente a sus pies en Kansas,
que vagaron solitarios por las calles de Idaho buscando ángeles indios visionarios que eran ángeles indios visionarios,
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