El fuego del hogar, corazón de la familia que paz bombea con su calor cada rincón, hoy miraba atento a la decadente cabeza del cordero asegurándose de arroparlo con su sosiego. Por eso es que sus chispas danzaban lentas y torpes, pues resulta que su mirada apenas podía no reparar en la escena. La Penumbra extendía sus brazos y lo arropaba con una sonrisa de madre esperando a que cayese en las manos del sueño. Y es que la sombra no es malvada, sino acogedora y la llama le ayudaba. Sus párpados grabarían aquel momento como la noche le había dicho: «Niño que todo sientes, perpetua esta felicidad pues puede que no conozcas Edén igual».
Maldito aquel que hizo del crepúsculo un jinete del demonio. Miserable aquel que aun jurando esto, no consiguió que la madre noche se alejara de sus niños. Nada le priva de mecerlos en su seno y como Caronte, hacer las veces de barquera para llevarlos al buen puerto de la oniria. Pobre oscuridad que, aun cuidando como vellocino de oro a la pura inocencia de los infantes, es mancillada por almas corruptas aprovechándose de su densa envoltura para camuflar sus crímenes cuando fue esta quien más los amamantó con su tranquilidad.
Así, el buen fuego del hogar, conociendo el sino de la Penumbra, no vaciló en brindarle su calor. Atrapado quedó de este modo el niño entre aquel pequeño paraíso de chispas y sombras, danzando descendentemente hacia las catacumbas del pensamiento para perder la conciencia al ritmo del crujir de la madera. ¡Cuán feliz era en el todopoderoso reino de la Lumbre y la Penumbra! Nada importó más en aquel momento que el palacio de estos monarcas enmarcado en la gracia del crepúsculo y lo flamígero. Ni siquiera el silencio, ese que se cuela sinuoso a través de la calma, se atrevió esta vez a perturbar con su vacío el hogar de los reyes. Pues es que la ávida alegría de estos perpetuó en la memoria del tiempo un reinado sin igual, una perfección que llenó la realidad de idealidad asesinando al caos. Muchos dicen que esto no es más que una leyenda, un fruto del árbol de la imaginación humana. Sin embargo, quien pudo apreciar el áureo fulgor de la escena recuerda la felicidad llenándose su corazón al momento de esta, pues la magia está en la mirada; no la de los ojos, sino la del cuerpo en su conjunto: mente y corazón al unísono. Así pues, solo bastó el bastión de la inocencia, esa que aparece irremediablemente en conciencias libres de experiencia, para que se alzara con grandeza la felicidad. Alta y uniforme sin traba alguna que mellara su armónica sintonía.
Por esto, la encimera, aún manchada de comida, trascendió a aquel panteón bajo el buen recuerdo del muchacho, olvidando en el acto lo que sucio significa para algunos. Las sillas de esparto, por otro lado, hicieron lo mismo: encontraron la divinización pese a distar mucho del encanto que otras ostentaban. Y es que tanto las sillas como la mesa y su mantel, los cubiertos junto con su vasija, la cafetera y la placa de gas, añadiendo los cuadros y resto de enseres que pueden aparecer en una cocina, olvidaron los apelativos que pudieron tener y alcanzaron la belleza impregnándose de las sombras de la Penumbra en danza con el cálido carmesí de la Lumbre. Ese fue pues el el surgimiento del reino más hermoso que unos ojos pudieron ver.
De este último verbo su sujeto fue uno solo: el niño que hoy recuerda tras haberse sumido finalmente en el sueño y haber despertado, cómo se sintió repleto todo él de bienaventuranza. No olvida y no olvidará. Ese es su bastión de felicidad al que navega hoy en la barcaza del recuerdo para sonreír una vez más y dar las gracias a la Lumbre y la Penumbra por el eterno abrazo que aún persiste en su memoria aun cuando corazón y mente no están alineados. Esto descrito es la gracia que se le fue otorgada, quizás por casualidad, quizás buscada.
Eterna e impasible es esta impresión trascendente de la Lumbre y la Penumbra.