A veces miro al cielo y lo veo del color de una pantalla de televisor sintonizado en un canal muerto. La ciencia —hace ya mucho tiempo que devoró su parte de ficción— se ha impuesto como principal forma de obtención de conocimiento racional. Sin embargo, las viejas creencias se reencarnan en la sombra que proyecta este racionalismo iluminador; la ciencia no solo ha destruido los antiguos mitos, también ha creado los suyos. Y no, no estoy abogando por los sombreritos de plata, pero resulta innegable que el cientificismo está más cerca de la religión que de la ciencia, y en esa fina línea surgen figuras a medio caballo entre una y otra. De las cenizas de los viejos dioses nacen otros nuevos: el Dinero ha pasado del oro al blockchain; la Belleza, de Venus a las Kardashians; el Poder, de la soberanía al control… Todos ellos son viejos dioses con nuevos trajes, alimentados por nuestra creencia en ellos —mayor que la fe de nuestros padres—. Y estos nuevos dioses, como los antiguos, traen de su lado a sus profetas y mesías: Jobs, Zuckerberg, Gates, Musk… todos ellos con promesas de una tierra prometida, que recientemente ha pasado de la incorporeidad del mundo online a la terrenal encarnación del planeta rojo.
Pero ni uno ni el otro nos dará esa tan ansiada liberación. Aunque el escape a otro planeta nos parezca una idea tentadora, Internet —concebido en sus inicios como un espacio de liberación, una utopía fuera de las restricciones del mundo offline y sus monopolios—, ha demostrado que el escape es imposible. Las empresas saben hundir su zarpa bien dentro y el tráfico de la información yace ya controlado por un puñado de empresas. El único atisbo de libertad, la archiconocida deep web, ha sido criminalizada hasta la saciedad, haciéndola partícipe de creepypastas y teorías conspiranoicas. El mundo virtual sigue atado al mundo real, y a sus problemas: el «maquillaje virtual» (como Photoshop y los filtros de Instagram) no dejan de reforzar la presión estética y sus funestas consecuencias; el teletrabajo lleva el yugo de la oficina al espacio privado; las redes sociales, paradójicamente, suelen llevar al aislamiento social. Los métodos de disciplina que nos encerraban en espacios físicos: cárceles, fábricas, oficinas, colegios… han pasado a materializarse en espacios incorpóreos. El control persiste, pero de una forma más sutil —si no, pregúntate qué te impide googlear la mejor receta casera para hacer una bomba capaz de destruir la casa blanca—. Y podemos justificarlo bajo la excusa de la seguridad, pero la línea se difumina cuando no sabemos que términos exactos nos pueden poner en la lista negra, cuando es un algoritmo el que decide de forma arbitraria si eres peligroso o no. Vivimos en esa constante hipervigilancia panóptica, no solo del gobierno, sino también del resto de humanos, que impone este control de forma inconsciente a través de la abnormalización de comportamientos disidentes. Mientras que por un lado somos sometidos a una hiperindividualización que nos separa del resto de seres humanos; por otro se nos somete a una dividualización que nos disecciona en un conjunto de datos y estadísticas para alimentar al algoritmo.
Todo esto se suma al momento histórico que vivimos, al borde de una nueva revolución industrial que se plantea un cambio radical en nuestro día a día. Los robots suplieron la mayoría de trabajos manuales; los ordenadores, los trabajos intelectuales. Ya solo quedan los trabajos creativos, pero empiezan a aparecer nuevas máquinas capaz de suplirlas. GPT-3, Dall-E, Jukebox, Codex… Nombres que suenan poco para el peso que cargan. Las consecuencias que carga este cambio en nuestras relaciones laborales, sociales y económicas son pura especulación por ahora, pero es importante no caer en el ludismo barato que caracteriza estos momentos de la historia. A fin de cuentas, el problema no es la tecnología en sí, sino la estructura de poder que se esconde tras ella.