Para articular este texto he de comenzar con una distinción básica entre dos sentidos de la palabra «naturaleza»: por un lado tenemos a la contraposición con lo artificial, con lo construido por las sociedades humanas, sería algo así como la selva frente a la ciudad; sin embargo, otra acepción atañe a la esencia de las cosas, lo natural de algo sería lo que esa cosa hiciera o fuera sin influencias externas que lo alterasen.
Una vez aclarado lo anterior, voy a abordar un tema ciertamente polémico pero, a mi juicio, de necesaria reflexión: la utopía occidental de una sociedad sin estereotipos. Normalmente escuchamos y atisbamos como principal meta de las leyes —especialmente las ideadas por las izquierdas— o como un ilusionante sueño ilustrado, la situación en la que no se presuponga nada de un individuo que este no lo haya autorizado con su comportamiento, es decir, que nadie tenga una visión a priori de ningún otro sin que ese otro la haya justificado, ya que se incurriría en un pecado de difícil absolución: el prejuicio (añádase cualquier adjetivo basado en las condiciones que reúna el sujeto prejuzgado (prejuicio machista, racista, homófobo…).
La tesis que vengo a sostener no es otra que la imposibilidad antropológica que entraña dicha expectativa. No defenderé que prejuzgar a alguien con base en estereotipos creados socialmente sea moralmente bueno ni malo, simplemente diré que es inevitable porque es muy útil para nuestra formación como humanos. Y es que el ser humano se caracteriza principalmente por su plasticidad, su capacidad de adaptación a entornos y momentos totalmente distintos los unos de los otros y esta es una empresa tan solo factible con las herramientas de la cultura, de la creación de construcciones sociales. Es decir, no estamos determinados biológicamente casi en ningún aspecto para actuar de forma unívoca a lo largo y ancho del globo. Siendo de la misma especie somos muy distintos entre nosotros.
Esto es posible únicamente porque nos hemos podido despegar de los instintos que estrechan y coartan la libertad de los demás animales. Nos hemos salvado del poder de la naturaleza (en la primera acepción expuesta, a saber, naturaleza como lo opuesto a la ciudad); sin embargo, podríamos decir que no hay nada más natural (en cuanto a esencia, por la segunda acepción) en nosotros que esa indeterminación biológica que abre el abanico cultural para que escojamos entre un sinfín de modos de vida.
¿Qué tiene que ver esto con los estereotipos y la utopía de la que hable previamente? Enseguida se entenderá.
Para dar un primer paso en este sentido citaré al antropólogo español Francisco Rodríguez Valls, en su libro Antropología y utopía: «Es por el hecho de la indeterminación (humana) por lo que el aprendizaje se hace absolutamente necesario y por lo que los primeros años de sujeción a lo familiar y a la tribu se hacen imprescindibles. No hay nada que pueda sustituir al aprendizaje que va a constituir la lengua materna y las formas sociales maternas. Es la carencia de la primera naturaleza lo que hace imprescindible la segunda naturaleza, la del hábito adquirido por «aprendizaje».
Teniendo en cuenta este planteamiento del asunto no podemos llevar a cabo, por ejemplo, una educación de los niños en los que la referencia a un sexo determinado sea anulada por completo, esperando a que ellos se definan como mujer u hombre. Si nacemos con una indeterminación instintiva tan grande, no podemos esconder los conceptos como «masculino-femenino» o «macho-hembra» a nuestros hijos, ya que sería como dejarles en un vacío que difícilmente iban a poder llenar de forma sana y humana. No podemos dejar que la biología decida porque no hay un instinto que nos guíe de forma férrea y segura. Naturalmente con esto no estoy diciendo que no existan el hombre y la mujer desde la biología —nada más lejos de mi intención—, pero la forma de socializar esas realidades es increíblemente importante para poder establecer esa segunda naturaleza de la que habló Aristóteles. Sin ella estamos perdidos en nuestro mundo, sin la costumbre y la tradición, sin el estereotipo y el prejuicio, el humano se reduce a un animal más inútil de lo usual en la selva.
No podemos esperar que llegue un momento en que nuestros hijos crezcan sin ningún tipo de idea preconcebida sobre los grupos sociales de los que se rodean y esperar que vean a cada persona como una tabula rasa de la que no se puede predicar nada sin conocerla, ya que eso atentaría directamente contra la formación de la cultura misma, de los símbolos y la sujeción a la tribu y la familia que señalaba Valls arriba.
De esta forma, no es mi intención indicar que es bueno que se crea, por ejemplo, que las mujeres no sirven para conducir. Naturalmente no pienso nada parecido y mi aspiración consiste en que todos los grupos, todas las personas que los integran, tengan igualdad de derechos y sean respetadas independientemente de sus atributos personales. Pero, asimismo, pienso que los estereotipos y prejuicios son inherentes a las lógicas de toda sociedad humana, de forma que tendremos que hacernos cargo de ellos e intentar eliminar o modificar únicamente aquellos que supongan ofensas fundamentadas a las personas sobre las que se infunden.
La realidad tras esos discursos estupendísimos en los que nadie será juzgado antes de ser conocido no es sino una forma de hacernos esperar a que la biología nos determine, es decir, que si yo soy un hombre no me lo diga nadie (ni siquiera mis padres) hasta que yo me determine como tal, hasta que mi biología me deje bien claro qué soy.
A mi juicio esto es un error que no nos llevaría sino a un caos en el que los símbolos y la tribu se debilitarían tanto que nos sentiríamos extraños entre nosotros.