Incluso ahora que cada vez se arroja más luz y tinta sobre los nombres de aquellas mujeres artistas que nacieron entre finales del siglo XIX y principios del XX, difícilmente encontramos entre la nómina de las conocidas como Las Sinsombrero el nombre de María Cegarra Salcedo, un reducto local en el mejor de los casos y un aditivo a nombres con mayor sombra en el peor de ellos. Esto se debe, principalmente, a que María nunca quiso salir de su pequeño pueblo minero de La Unión (Murcia), a pesar de que no le faltaron sugestivas invitaciones por parte de amigos como Miguel Hernández, y especialmente Carmen Conde. Esta última, escritora cartagenera, fue gran amiga de Cegarra (de hecho, escribieron juntas una obra de teatro) y una de las mayores defensoras de su talento; sin embargo, en un acto en el que coincidieron ya en el ocaso del camino, Carmen le acusó de no haberse trasladado a Madrid para dedicarse a la vida literaria, a lo que Cegarra respondió dulcemente: «Era mi vida, Carmen».
Parte de esta decisión se halla en la veneración que María sentía por su familia, especialmente hacia sus hermanos Pepita y Andrés. Idolatraba a este último, soñador incansable de un futuro imposible para una localidad en decadencia, a la que dedicó todos sus esfuerzos a pesar de sufrir una enfermedad degenerativa y depender de sus hermanas. Antes de fallecer en 1929, Andrés hizo algunas publicaciones literarias y creó la Editorial Levante, clave para que María conociese algunas personalidades locales del mundillo literario como Raimundo de los Reyes o las antes mencionadas. Tras el fallecimiento de su hermano, comenzó a componer poemas a la vez que obtuvo el título de Perito Químico, con la idea de apoyar la actividad minera de La Unión; siendo además la primera mujer de España en conseguirlo. Montó su propio laboratorio en los años treinta y, al mismo tiempo que desempeñaba su oficio, fue destilando versos que precipitaron sobre el título de Cristales míos (1935). Su producción literaria publicada fue escasa, destacando especialmente el libro anterior y el de Poemas para un silencio (1999); ambos profundamente motivados por el fallecimiento de sus hermanos Andrés y Pepita respectivamente. En paralelo ejerció un papel incansable y polifacético, pues María Cegarra se licenció en Ciencias Químicas por la Universidad de Murcia, trabajó como docente en diversos centros de enseñanza y fue la primera concejala del Ayuntamiento de La Unión. Su vida: ciencia, familia, terruño y fe; precipita en sus cristales poéticos donde el silencio será protagonista.
«Si llegué al corazón sin corazón del espacio, tuvo que saber de mí; porque yo era como el viento dormido rozando sus ojos».
No ha faltado quien remarque la cercanía de los textos de Cegarra al estilo de la poesía pura de Juan Ramón Jiménez, pues a menudo tiene ese juego con la prosa y el verso libre, con la transmisión de las esencias sin artificio, con lo claro y lo directo del concepto atemporal. La inclusión de su pasión por la química en sus composiciones literarias es sin duda otra característica propia y a la vez inusitada en la tradición —«En planos de ágata y cuchillos de acero se equilibran—también— los sentimientos»—. Y, más que eso, los versos de toda su obra dialogan en continuo eco sobre los hermanos perdidos —como si de una extremidad se tratase—, cuya ausencia abre una brecha en la cosmovisión de la autora, desgarrada por un silencio que en primera instancia será portador de la soledad terrena —«el silencio es una pupila inmensa, / sin mirada»—, para más tarde evolucionar a limbo existencial de una mística sencilla y cotidiana —«Navego en el silencio / hacia un supremo destino»—, hasta alcanzar en la senectud el anhelo de reencuentro y partida —«el silencio me cerca»; «callar es mi destino»—. No hay en el tono elegíaco de María un llanto melodramático y desmedido, sino un anhelo de trascendencia a través de la poesía y la introspección en búsqueda de una voz que palpe y examine cuál ha sido el daño ante la pérdida —«¿Es más fuerte el silencio que la voz?»—, una voz que repasa los eventos cotidianos buscando el acople de una ausencia insumisa —«tu pastilla de jabón / quedó sin terminar»—, un anhelo que ya desde sus primeras composiciones se refleja en el silencio, pero que conforme transcurren los años va adquiriendo un matiz místico de quien sabe que su espera es finita y trae consuelo, pero que arde en la desesperanza del tiempo —«el mío queda, / sostenido, amargo»—. María se comunica con ese silencio-ausencia, silencio-Dios, silencio-soledad, silencio-muerte, silencio-esperanza, y sitúa en este el punto de encuentro entre dos mundos, percibiéndose como en sus versos poco a poco y con serenidad, se va perdiendo no el gusto por el terrenal, sino el sentido de la propia existencia desmembrada —«estoy circundada, oprimida por la limitación. No existe el espacio. Los pies junto a la tierra, la cabeza pegada al cielo»—. La obra de María Cegarra, si bien es exigua, nada tiene que envidiar a esos otros nombres de grandes sombras de nuestra cultura, y desde aquí mando un reclamo para ponerla en valor o, al menos, para darla a conocer a quien no lo hiciese todavía.
«Ahora que estás en la verdad
acércame el lenguaje de tu ausencia.
¿Qué silencio es el tuyo que se abisma y envuelve,
me pregunta y escucha?
Todo lo que vivo se abrasa y deshace
por respuesta.
Dame emoción, palabras y belleza
para un poema
que tu secreto alcance».
Nota: Para las obras más tempranas he utilizado la fantástica edición de Fran Garcerá, mientras que para su obra póstuma he utilizado el original.