Catalogar, archivar, clasificar, ordenar, separar… simplificar. Una herramienta que el ser humano ha usado, usa y usará para comprender el mundo que lo rodea. Mas ¿es realmente la realidad algo simple, sencilla y fácilmente entendible? Yo creo que la respuesta es clara: no. La metafísica siempre ha perseguido con los dolores de cabeza más grandes este objetivo en aras de no comprenderlo nunca, pues para la simpleza humana, la realidad es algo que nuestra especie no puede abrazar con el conocimiento. Así, sin entrar en el principal dilema epistemológico (¿qué es el conocimiento y cuál es su límite?), recojo el hecho teórico de que la realidad es mayor al conocimiento humano para anunciar que simplificar a base de una clasificación constante debe de tener un límite.
Bien, antes de comenzar con una explicación sobre esta enunciación, es mi deber mostrar la razón de ser de esta «titulitis». No es causalidad, de este modo, que al ser «condecorados con un título» sintamos bien un conjunto de emociones agradables o su contrario. Mas ¿por qué?, ¿qué factor posibilita la aparición de tales emociones? La respuesta está en la tesis de Aristóteles sobre una de las naturalezas que nos compone: el ser humano es un animal social. Pues sí, depende de la connotación y significado del título que nos es puesto, esto nos afecta emocionalmente ya sea de forma positiva o negativa, al implicar este acto el rechazo o aceptación en un determinado grupo u otro. Ejemplificando esto, nos encontramos con numerosos casos, siendo uno de los más destacados la política: si uno es de izquierdas o derechas no puede entrar a determinados círculos sociales. Así, al contar un título con un factor tan humano como lo son las relaciones sociales, nos encontramos con una sociedad basada en gran parte por una clasificación cultural en la que el título ya no solo expresa un significado, sino que se da a la polisemia, adquiriendo una connotación de índole prejuiciosa que acaba por simplificar malamente a un mundo que claramente no es así. De esta forma, las verdades se tornan en una farsa que es tan verdad como la que habita en su fondo al ser esa la imagen que se refleja a nivel sociocultural.
Volviendo ahora a mi sentencia original y una vez entendido el origen de esta, pregunto: ¿es necesario abusar de esta herramienta? Vale que sea algo útil y efectivo a la hora del aprendizaje, pero ¿de verdad tenemos que simplificar las verdades hasta transformarlas en meras pantomimas? ¿De verdad un inmigrante de África es un desecho social o un guardia civil un facha? Y así por un casi incontable número de ejemplos, dando a relucir una verdad: no comprendemos el mundo. Pocas son las verdades que podemos apenas apreciar y mucho es el odio que se ha generado por desconocer cuáles son estas. Desde la esclavitud hasta la política de hoy en día, pasando por numerosos desastres como el holocausto, el imperialismo o la guerra civil española. Y decir que estos desastres son la depravación más terrible que el humano puede conseguir es negar, por duro que parezca, que estos acontecimientos también han traído bien al mundo. El avance de la medicina por los experimentos nazis en judíos es la más clara y terrible demostración de que el gris existe y la realidad no es una sentencia de un par de palabras.
El mundo es una amalgama de hechos que incluso son capaces de contradecirse entre sí, pues el humano es tanto como la realidad misma, tanto que no es coherente muchas veces consigo mismo, tanto que no puede comprenderse. Seguir el camino fácil de la clasificación es por tanto una condena hacia la ignorancia y la insensatez, un camino que se ha recorrido ya demasiadas veces. ¿A dónde llevará esto en unos tiempos cada vez más oscuros, donde la violencia y el odio están al pie de calle? ¿Qué desastre acaecerá ahora por esta continua guerra de verdades que no son?