El arte siempre ha ejercido una extraña fascinación sobre los seres humanos. Y Mary no era una excepción. Podía pasar horas y horas recorriendo museos, perdida en las realidades atrapadas en las pinturas. Pero esta vez fue algo distinto, algo inefable.
Encontró el cuadro por casualidad, en un mercadillo. Una de esas gangas que no sabes muy bien si provienen del vertedero o de un robo. Era… no tenía palabras, se quedó absolutamente prendada. Tenía que hacerse con él como fuera.
Mary era una gran aficionada al arte, pero nunca había tenido espacio ni dinero para convertirse en coleccionista. Sin embargo, tenía que hacerse con ese cuadro. No es que fuera especialmente bonito, ni que tuviera una técnica impresionante, pero era el cuadro más maravilloso que había visto en su vida.
Tras un breve regateo con el vendedor, consiguió llevárselo a casa por tan solo cincuenta euros. No sabía si había pagado de más o de menos, pero no le importaba. Fue directa a casa para buscar un buen lugar para su nueva adquisición. Era algo que tenía que meditar, así que lo dejó sobre el sofá y lo contempló detenidamente.
El cuadro representaba a un hombre, con el pelo negro y la tez blanca, vestido con una chaqueta negra de estilo victoriano, y con una expresión de misterio notable, sobre todo en sus ojos, unos ojos verdes y tan insondables como la profundidad del océano. No era especialmente guapo, pero había algo en él, una especie de magnetismo que hacía que no pudiera apartar la mirada de sus ojos.
En un principio iba a colgar el cuadro en el salón, pero no encontró el lugar adecuado. Tras muchas vueltas y pruebas, encontró el lugar perfecto en el dormitorio, sobre el tocador. Se dio cuenta de que era uno de esos retratos que parecía que te seguían con la mirada. «Tendré que cambiarme de ropa en el baño a partir de ahora», pensó mientras se reía.
El reloj dio las ocho. Tenía que irse o llegaría tarde. Había quedado con Beth para tomar una copa, y se moría de ganas de contarle su mañana en el mercadillo. Cogió el bolso y la chaqueta y, tras una última mirada al cuadro, salió del apartamento.
Volvió más tarde de lo que había planeado. Y tal vez había bebido algo más de lo que debía. Entró directamente al dormitorio, se quitó los zapatos y se tumbó en la cama sin tan siquiera quitarse la ropa. Se dio la vuelta buscando una postura en la que no le diera vueltas la habitación, y casi le da un infarto al encontrarse con unos ojos que la miraban.
«El cuadro. Solo es el cuadro». Empezó a reírse de su estupidez. Había pasado media noche hablando de ese cuadro y ahora no se acordaba de que estaba allí. Se quedó mirándolo. Bueno, en realidad miraba los ojos del hombre. Eran hipnóticos.
—Creo que te voy a llamar William.
Despertó casi a medio día y, gracias a Dios, sin resaca. Miró el cuadro, recordando el susto que se había llevado por la noche, y se le escapó una sonrisa. Empezó a desnudarse para meterse en la ducha, pero no se sentía cómoda. Miró el cuadro y, sí, William estaba mirando.
Se sintió estúpida. Era solo un hombre pintado. Por Dios, si hasta había bromeado sobre el tema. Llegó a la conclusión de que sería un efecto residual de todo lo que había bebido la noche anterior, pero aun así cogió sus cosas y fue a desnudarse al baño.
Iba a ser un domingo perfecto. No tenía nada que hacer, así que pensaba pasar toda la tarde tirada en el sofá leyendo, o viendo alguna peli, o cualquier cosa que pudiera hacer tranquilamente sentada. Se puso el pijama, pidió algo de comida a domicilio y se preparó para no moverse en varias horas. Pero ahí estaba de nuevo esa sensación… Era como si no estuviera sola en el piso.
Se levantó y cogió un cuchillo. Era absurdo, pero no se iba a quedar tranquila hasta que no comprobara hasta el último rincón de la casa. Fue habitación por habitación, abrió todos los armarios, miró detrás de todas las puertas… Nada. No había nadie más en la casa. Excepto William.
Se quedó delante del cuadro, con el cuchillo aún en la mano, y planteándose si realmente había sido tan buena idea comprarlo. «No seas idiota, solo es un cuadro». Estaba claro que en vez de resaca el alcohol le había provocado un extraño estado de paranoia.
Decidió que lo mejor sería sacar el cuadro de la habitación por la noche. Tal vez no tuviera nada que ver, pero sentía que iba a dormir más tranquila, así que descolgó el cuadro y lo llevó al salón. Miró a los ojos del hombre una última vez, apagó la luz y se fue a dormir.
Fue una buena noche. Se durmió enseguida, sin sensaciones extrañas, y no se despertó hasta que sonó el despertador a la mañana siguiente. Se incorporó y abrió los ojos poco a poco. Y casi se cae de la cama al ver que alguien le devolvía la mirada. William. El cuadro. El cuadro que había descolgado y llevado al salón la noche anterior estaba de nuevo en su sitio.
Se quedó paralizada. No es que fuera totalmente escéptica, pero esto era demasiado misterioso para ella. Salió de la cama sin quitarle la vista de encima al cuadro, llegó hasta la puerta y salió corriendo de la habitación. Cuando llegó a la entrada se detuvo. ¿Qué iba a hacer? ¿Salir corriendo en pijama? ¿Ir a la policía? Sí, eso iba a ser muy divertido. «Señor agente, necesito ayuda, compré un cuadro que me sigue con la mirada y se mueve solo». Y directa al manicomio.
Respiró hondo, intentando recuperar la calma. Sabía que lo mejor era que, ya que el cuadro era raro, o al menos le ponía los pelos de punta, se deshiciera de él. Pero había algo en ella que le impedía simplemente tirarlo. Tal vez fuera su lado racional intentando encontrar una explicación a lo que había pasado. Tal vez fuera otra cosa. En cualquier caso, decidió que, antes de tomar cualquier medida drástica, quería saber más. Necesitaba saber más.
La mejor manera de empezar sería hablar con el vendedor, pero el mercadillo solo estaba los sábados y, aun así, no era seguro que lo encontrara. Así que buscó una tienda de antigüedades cercana y llevó el cuadro para que le echaran un vistazo.
El dueño de la tienda era un hombre de mediana edad, bastante agradable, que accedió a ver el cuadro y se negó a que le pagara por ello. Aunque no pudo decirle demasiado. Calculaba que fue pintado a finales del siglo XIX, y posiblemente procedía de Inglaterra. Las pinceladas eran irregulares y no estaba muy definido, así que estaba casi seguro de que el pintor no era muy experimentado o no le puso demasiado interés al cuadro. No tenía demasiado valor artístico, desde luego.
Salió de allí casi como había entrado. Lo único que se le ocurría era revisar todas las listas de aristócratas británicos del siglo XIX que encontrara, pero no parecía un trabajo fácil. Tuvo una idea un tanto absurda, pero toda la situación lo era.
En cuanto llegó a casa encendió el ordenador y buscó «cuadros malditos». Encontró un montón de leyendas: cuadros que mataban a sus propietarios, cuadros que estaban ligados a apariciones fantasmales, cuadros que provocan incendios… Nada fiable. Aunque sí había un caso en Texas de un cuadro que producía, más o menos, las mismas sensaciones que el suyo, pero este no cambiaba de sitio a su antojo.
Tendría que esperar al sábado. Pero el cuadro seguía dándole escalofríos, así que lo metió en el armario de la habitación de invitados y rezó para que permaneciera allí. Se tumbó en el sofá y notó que empezaba a adormilarse. Habían sido unos días muy duros y tenía los nervios a flor de piel. Una siesta no iba a venir nada mal.
No sabría decir cuánto tiempo durmió, pero sí que se despertó porque notó que alguien la miraba fijamente. Aunque al abrir los ojos solo pudo ver una sombra que se disolvió al instante. Una sombra con unos ojos verdes que Mary conocía bien. Ni siquiera estaba segura de si la había visto realmente o empezaba a volverse loca. Se levantó de un salto y fue a comprobar que el cuadro seguía donde lo había guardado. Y allí estaba.
Mary no lo pensó más. Cogió el cuadro y se dirigió a la puerta. Ya había tenido suficiente. No sabía si de verdad pasaba algo raro con el cuadro o era todo producto de su imaginación, pero ya le daba igual. Tenía que acabar con ello, y la mejor manera era deshacerse del cuadro, así que lo llevó al cuarto de basuras y lo metió en uno de los cubos, debajo de otras cosas para que nadie tuviera la brillante idea de sacarlo y quedárselo. Ni siquiera quería que el cuadro estuviera en el mismo edificio que ella.
Entró en el ascensor y suspiró, aliviada. Fuera lo que fuera, había terminado todo. Entró en casa y se sirvió una copa de vino. Se lo había ganado. Pasó una tarde tranquila, se tomó una copa de vino más y se levantó para irse a la cama. Se lavó los dientes, cogió un vaso de agua y entró al dormitorio.
El vaso se escapó de su mano y se hizo añicos, pero no le importó. El cuadro estaba allí, colgado en la pared, como si nunca lo hubiera quitado. Mary salió corriendo, cogió el bolso de la entrada y salió de la casa. Cuando llegó a la calle se dio cuenta de que estaba en pijama y no llevaba abrigo, pero ni se planteó subir de nuevo a por ello. Paró un taxi y le dio la dirección de su amiga Beth.
—¡Dios mío! Mary, ¿qué ha pasado?
—¿Puedo quedarme aquí un par de días?
Beth hizo pasar a Mary y la acompañó hasta el sofá. Estaba visiblemente nerviosa, así que le preparó una tila y se sentó junto a ella.
—Cuéntame qué ha pasado.
—Vas a pensar que estoy loca.
—Ponme a prueba.
Mary se lo contó todo, sin dejar ningún detalle por extraño que fuera. Cuando terminó se quedaron en silencio. Beth tenía el ceño fruncido y miraba fijamente a la pared, pero no decía nada.
—¿Y bien?
—Tienes que deshacerte de ese cuadro.
—¿Me crees?
—Claro que te creo. Por eso tienes que deshacerte de él. Y aunque no te creyera deberías deshacerte de él antes de volverte completamente loca.
—Lo he intentado, Beth. Pero tirarlo a la basura no sirvió de nada. Aunque lo tire de nuevo, o lo venda, o lo regale, o aunque lo abandone en medio del bosque, ¿cómo sabes que no volverá a aparecer en mi dormitorio?
—Pues quémalo, o hazlo mil pedacitos, da igual. Tenemos que acabar con esto.
Mary suspiró. Por primera vez desde que colgó el cuadro en la pared de su habitación, se sintió tranquila. La seguridad que le daba contar con el apoyo de Beth, saber que al menos una persona en el mundo la creía y que estaba dispuesta a ayudarla, era impagable. Aún así, todavía quería descubrir de dónde venía el cuadro, así que tendrían que esperar al sábado.
—Entonces ¿puedo quedarme aquí hasta mañana? Tiene que ser en sábado.
—Puedes quedarte el tiempo que quieras, pero ¿qué tiene que ser el sábado?
—El sábado iré al mercadillo a buscar al hombre que me vendió el cuadro. Puede que él sepa algo.
—Espera, ¿me estás diciendo que no piensas destruir el cuadro hasta que no averigües de dónde proviene?
—No puedo hacerlo, Beth.
—Sí, sí que puedes. Quema primero, pregunta después.
—No lo entiendes… Hay algo en ese cuadro… Me pone los pelos de punta, pero no sé si puedo destruirlo.
—Por eso mañana voy a ir contigo a tu piso y llevaré una caja de cerillas.
Mary no consiguió pegar ojo en toda la noche. Le aterraba lo que pudiera pasar al día siguiente. ¿Y si, a pesar de quemar el cuadro, volvía a aparecer en su pared? ¿Tendría que aprender a convivir con el cuadro maldito toda la vida?
Beth entró a buscarla temprano. Tomaron un café y se subieron al coche. Beth condujo
hasta la puerta de su casa, aparcó y apagó el motor.
—¿Lista?
—No, pero vamos.
Subieron hasta su apartamento y Mary abrió la puerta, despacio, con miedo. Estaba casi segura de que iba a encontrarse el cuadro esperándola nada más entrar. Pero no había nada, todo parecía estar como siempre. Beth se dirigió directamente al dormitorio. Se moría de ganas de ver el misterioso cuadro.
—Beth, ten cuidado, por favor.
—Tranquila, no me va a pasar nada. ¡Eh, hablando de cuadros extraños! Es un poco Dorian Gray, ¿no crees?
—Lo único que sé es que me da miedo y no quiero volver a verlo.
—De acuerdo. Yo lo descuelgo, tranquila.
Beth salió de la habitación con el cuadro. No era muy grande, pero lo suficiente para que a su amiga, que no era muy alta, solo se le viera la cabeza.
—Abre la puerta del baño, anda.
—¿El baño?
—Si no quieres incendiar el resto del piso, mejor lo hacemos en la bañera.
Mary abrió la puerta y la sujetó mientras Beth entraba, pero, antes de que pudiera entrar, se escapó de su mano y se cerró sola, dando un portazo.
—¡Mary! ¿Qué ha pasado?
—¡No lo sé! De repente no he podido sujetar la puerta, y ahora no puedo abrirla.
—Vale, tranquilízate. Voy a dejar el cuadro y entre las dos abriremos la puerta, ¿vale?
—Vale.
Mary escuchó cómo Beth empezaba a trastear el cerrojo y la puerta, intentando abrirla. Pero, de repente, Beth paró, y se quedó todo en silencio, hasta que su amiga empezó a susurrar.
—Mary, ve a la cocina. Coge algo, un cuchillo, una sartén, lo que quieras.
—Beth, ¿qué pasa?
—No te asustes, ¿vale? Es el cuadro. Está… Está… Vacío.
—¿Qué? ¿Cómo que vacío?
—Yo que sé, me he dado la vuelta y el hombre ya no estaba allí. Ahora solo es…
Mary escuchó un golpe sordo, y un ruido extraño que no supo identificar.
—¡Beth! ¡Beth! ¿Qué pasa? ¡Beth!
Mary notó algo a su espalda, una sensación gélida, oscura… Tenía miedo de darse la vuelta, pero no tenía otra opción. Y allí estaba él. Ese hombre pintado al que ella había bautizado como William. Mary entró en pánico y se cayó al suelo. Empezó a golpear la puerta del baño, pero el hombre se acercaba cada vez más a ella. Se levantó como pudo mientras avanzaba hasta el dormitorio.
—¿Qué quieres de mí? ¡Déjame en paz!
Mary intentó encerrarse en el dormitorio, pero el hombre bloqueó la puerta. Sus ojos, que tanto la fascinaron al principio, ahora tenían un brillo diabólico que dejó a Mary completamente paralizada, mientras el hombre la iba acorralando lentamente. Estaba a punto de poner sus frías manos sobre ella cuando escucharon un ruido. El ser se distrajo el tiempo suficiente para que ella pudiera salir corriendo hacia el salón. Al llegar al pasillo vio que el ruido procedía de Beth, que había conseguido abrir la puerta del baño a golpes.
—¡Beth!
—¡Mary! ¡Corre!
Vio como el hombre salía del dormitorio, y se quedó paralizada de nuevo. Tenía una expresión totalmente enfurecida, y se dirigía hacia ellas.
—¡Eh, capullo! ¿Tienes frío?
Mary se dio cuenta de que Beth tenía una cerilla en la mano, y vio cómo la tiraba hacia la bañera. El cuadro empezó a arder, y las llamas empezaron a consumir al hombre a la vez que se consumía el lienzo, hasta que no quedó nada de ninguno de los dos.
—¿Se ha ido?
—Eso parece.
—Beth, ¿cómo…?
—Algo me golpeó y me quedé inconsciente durante un par de minutos. Cuando me desperté, eché un poco de todo lo que encontré en el armario del baño sobre el cuadro. Supuse que habría algo altamente inflamable. Luego rompí la puerta y salí a buscarte. Necesitaba saber que estabas bien, y no quería que estuvieras cerca de esa cosa cuando le prendiera fuego. No tenía muy claro qué iba a pasar, pero por si acaso…
—Beth, me has salvado la vida.
—Puede, pero vámonos de aquí cuanto antes. Tengo escalofríos.
Salieron del piso y se metieron en el coche.
—¿Aún quieres saber más cosas del cuadro?
—Te parecerá extraño, pero sí.
—De acuerdo.
Beth arrancó el coche y se dirigieron al mercadillo. Cuando llegaron había bastante gente, así que no fue demasiado fácil localizar al hombre que le vendió el cuadro a Mary. Tardaron algo más de veinte minutos, pero al final lo consiguieron.
—Hola. Probablemente no se acuerde, pero la semana pasada…
—Eres la chica que se llevó el cuadro. No acepto devoluciones.
—No, no vengo a devolvérselo. Solo quería preguntarle si sabe de dónde proviene, algo de su origen.
—Oh, seguramente sea algún cuadro perdido de algún pintor famoso, no te preocupes, te llevaste un tesoro. Si me disculpas, tengo mucho trabajo.
—Por favor, señor. Necesito saberlo.
El hombre dudó por un instante. Finalmente, suspiró y se secó la frente con la manga de la chaqueta.
—Mira, lo recogí de un contenedor. Por lo visto un tipo había muerto y estaban tirando sus cosas a la basura. Es todo lo que sé.
—¿Sabe el nombre del fallecido?
—No, pero puedo darte su dirección.
Volvieron al coche y Mary hizo una rápida búsqueda en internet para ver si había alguna noticia relacionada con la dirección que le había dado el hombre. No le costó mucho encontrar un artículo de hacía un par de semanas que hablaba de un hombre al que habían encontrado muerto. Era un hombre joven, aparentemente sano, que había tenido un infarto repentino.
—¿Crees que… tiene que ver algo con el cuadro?
—Después de lo de hoy yo ya me creo cualquier cosa, Mary.
—Si no hubieras quemado el cuadro, es posible que la siguiente hubiera sido yo.
—No pienses en eso. Vamos a tu casa, recoge lo que necesites y te vienes a mi casa, el tiempo que quieras, ¿vale? No quiero que estés sola. Y, para ser sincera, yo tampoco quiero estar sola.
Beth aparcó frente a la casa de Mary y subieron al apartamento. Ambas estaban intranquilas. Puede que hubieran acabado con el cuadro, pero aun sentían escalofríos de estar allí.
—¿Sabes? Creo que me voy a mudar.
—Creo que es la mejor idea que has tenido en mucho tiempo.
Mary se dirigió al dormitorio a por algo de ropa y nada más entrar, la puerta se cerró tras ella. Se dio la vuelta y allí estaba. El cuadro estaba de nuevo en la pared, como si nada hubiera ocurrido. Empezó a temblar, y aunque quiso gritar, de su garganta solo escapó un susurro.
—Beth…
—¿Mary? Mary, ¿estás bien? Mary, abre la puerta, ¡me estás asustando!
De pronto lo sintió otra vez. Ese frío, esa sensación que le ponía los pelos de punta. Se dio la vuelta lentamente y allí estaba. Y lo último que vio en este mundo fueron esos insondables ojos verdes que la habían llevado a la locura.
Ana Rincón
Tercera ganadora del I Concurso de Relatos Solidario de En plan culto y Libreando Club