Cioran plantea que, al expresarnos, perdemos subjetividad, es decir: para poder expresarnos, para decir lo que pasa en nuestro interior, debemos sacrificar parte de nosotros mismos, parte de la riqueza interior que tenemos. Y, curiosamente, el expresarse es una necesidad para muchos, sobre todo en momentos de sufrimiento y amor. Pero ¿por qué? Cioran plantea que la causa de este «querer expresarse» no es otra que la incapacidad que tienen la mayoría de las personas para poder dominar esa fuerza interna, ese paroxismo visceral de sentimientos, pasiones y experiencias que, mientras están dentro de nosotros, fluyen y se entrelazan de maneras extraordinariamente fecundas, dando lugar a una forma de vivir tan intensa, profunda, y con tanta tensión que parece que la muerte nos va a llevar en cualquier momento: vamos a morir de vivir.
La primera vez que leí Emil Cioran: lirismo y lucidez, escrito por Rodrigo Castellano para la revista, lloré. Desconocía el motivo o, quizá, no quería decirlo en voz alta. Ya sabes lo que dicen: «Si lo dices, entonces se vuelve cien por cien real». Puede que exteriorizar todo lo que he construido y albergado en mi interior sea, ni más ni menos, derribar los propios cimientos de lo que llamo hogar. Sí. Hogar soy yo y mis pensamientos, mi bosque encantado y mi castillo, con todo lo que mi mundo conlleva.
Se podría decir que dentro de mí hay una muralla enorme que separa el bosque encantado del castillo. En el castillo nacen todos y cada uno de los sentimientos. Se generan en ese núcleo de mi hogar, sin excepción. Allí, afloran la armonía y la euforia, la admiración, el afecto y la gratitud; también están presentes, a veces, el enfado y la tristeza. Y si hay algo de lo que me he dado cuenta es de que ni siquiera lo que nos dedicamos años a construir es perfecto.
Cuando consigo dominar esa fuerza interna, dejo que algunos de estos sentimientos salgan por la puerta grande y se adentren en el bosque encantado: normalmente es el enfado, la frustración y la tristeza los que tienen capacidad de crecer y trascender a un estado de racionalidad previamente desarrollado en un proceso interno que me hace ser capaz de poder expresarme con tranquilidad, sin dar paso a la ira y a lo absurdo; al igual me sucede con la felicidad, mi capacidad de analizarla y entenderla hace que la disfrute y la exteriorice con los pies en la tierra.
No obstante, hay algo que falla en mi hogar. Hay unos seres dentro del castillo, unos guardianes, muchos, que cada vez que ven que el amor quiere salir, lo vapulean y lo encierran en las mazmorras, la zona más oscura y lúgubre del castillo. Él grita desesperadamente: «¡Por favor, sacadme de aquí! Yo también tengo derecho a conocer el bosque encantado», pero los guardias no hacen más que reírse ante semejante idea.
Amor es el sentimiento que se ha ido generando poco a poco, a veces se ha roto y otras tantas se ha recompuesto; pero el que mayor fuerza posee de todos. Su forma de crecer, tan lenta y segura, ha hecho que sea capaz de desarrollar otros sentimientos que, junto a él, son todopoderosos. Con el amor se desarrolló el cariño, la confianza, la empatía; el respeto y la lealtad se unieron para formar un compromiso para con los demás.
El amor es capaz de vencerlo todo. El amor es fuego. Incendio en la mazmorra. Un dragón que protege su tesoro. Y las llamas son invisibles a los ojos de los demás, pero a mí me queman, me abrasan y me calcinan. Ese fuego interno me agota y me consume, pero no me mata.
Me he adaptado a esa forma de vivir tan intensa, profunda, y con tanta tensión que parece que la muerte nos va a llevar en cualquier momento, que mi mente es capaz de encerrar lo que me da pavor expresar. Los guardias de las mazmorras no paran de reír y decirle al amor: «Pero ¿y si sales al bosque y ese mundo no te corresponde? ¿Y si eres algo diminuto aunque te creas un gigante? O, peor, ¿y si eres tan gigante que el mundo no pudiera soportar tu peso? ¿Y si gritas lo que eres y no te oyen?».
El amor se siente incapaz de revelarse al mundo, de ser sereno y racional, de salir al exterior para que la gente lo conozca. El amor se queda en la oscura y lúgubre mazmorra de ese castillo capaz de generar todos y cada uno de los sentimientos que habitan en mí. Él me consume con su esencia irracional, su fuerza y su grandeza, cada día mayores, mientras los otros se van y lo abandonan a su suerte.
La puerta secreta al castillo tan solo se abre con la última luz del día. Algunos son los afortunados que encuentran mi morada y son capaces de entrar; y, cuando lo hacen, el amor grita, pide auxilio y libertad, pero solo se escucha el silencio.
Quizá me atemoriza sacrificar una parte de mí misma… quizá esté sacrificando mucho más que eso.