El nuestro fue un encuentro tangencial, una de esas casualidades retóricas que guarda la vida y que sin duda le debo a mi buena amiga Isa: resultó que este hombre, amigo de una amiga suya, escribía en la misma revista que yo por aquel entonces. Tiempo después, Isa me comentó la anécdota y decidí leer algo suyo. No decepcionó, acuchillando con su afilada prosa a las Letras —con L mayúscula— con tal saña que sin duda debía guardar cierta reverencia ante ellas. Decidí seguirle tímidamente por redes sociales: un tuit llevó a una respuesta; la respuesta, a una conversación y esta, a un encuentro casual en una de tantas terrazas que guarda el centro. Rondaba por aquel entonces aquella época coronavírica, cuando había una restricción de seis personas y toque de queda a las once, pero las terrazas estaban repletas de gente y el sol brillaba con fuerza.
De primeras me pareció un tipo de lo más corriente, aunque su primer gesto me hizo ver que era de esos que priorizan lo estético a lo funcional ya que, en un alarde de bohemia, tomó una versión de bolsillo de Tres sombreros de copa, arrancó una página al azar, y se lio un cigarrillo con ella. De pasada vi que el tomo tenía un aspecto famélico —casi de folletín—, evidencia de que aquella práctica era bastante habitual en él. Tampoco me sorprendió el detalle, sin duda no era más que la constatación empírica de que ejercía su apología escrita hasta en los actos más cotidianos.
De lo banal a lo trascendental hay un largo trecho, y no tardamos en llegar a un punto medio al poco de comenzar la charla. Cuando comenzaron los inevitables derroteros literarios me di cuenta de que aquel hombre era más leído de lo que parecía a primera lectura. Le pregunté en tono burlesco si leía antes de quemar sus libros, a lo que respondió con una seriedad absoluta, afirmando que su afán pirómano, vehementemente defendido en sus escritos, no nacía del odio hacia los libros, sino de su profundo amor a ellos. Le pregunté de dónde nacía aquella obsesión, qué le había llevado a gastar tanto papel de forma inútil. Tras un largo rato de pasiva contemplación, me confesó un secreto que, según dijo, poca gente conocía; todo venía de un sueño. Me contó que, a pesar de no ser supersticioso, su vida siempre se había mantenido en el filo de lo irreal. Como tantos otros, su principal puerta de entrada a este mundo nacía de lo onírico, donde no era infrecuente el trato con espíritus y ánimas, con los que acabó entablando amistad. Sus habituales contertulios rayaban en lo esperpéntico, desde viejas glorias de las guerras carlistas hasta anónimos desarrapados sin más pena ni gloria. Todos ellos divergían en perspectivas y opiniones, y no coincidían más que en un aspecto: tras su muerte, tarde o temprano, todos había acabado sucumbiendo en un insoportable tedio gris. No me sorprendió, a fin de cuentas pesan más cien años que cien kilos. La cosa es que en aquel panteón de la intrahistoria solo eran accesibles aquellos libros que, en tierra de vivos, habían sido pasto de las llamas, que no son tantos como cabría esperar. Fueron ellos los que azuzaron, gracias a intervenciones oníricas similares, las quemas de Nalanda, Bebelplatz, Sarajevo y Alejandría, entre otras, revelándose ante fanáticos políticos y religiosos con tal de promover aquellos bibliocaustos cuyo papel habría de hacerles subsistir las siguientes décadas.