Lo que hace un rato era mansa lluvia acariciando la ventana frente a la que me encuentro, fue tornando en tormenta de grandes nudillos que aporrean el cristal como si el diluvio anhelase, desesperado, entrar en casa. Una sensación absurda, lo sé, y eso mismo me digo hasta que un relámpago enmudece el espacio nocturno, congelando mi gesto, mientras que el trueno ensordecedor me sorprende como a un niño en plena trastada, contrayendo mi cuerpo. Al poco, un murmullo me llega desde el salón, donde se encuentra mi madre. Al llegar la veo, tiene las manos entrelazadas frente a una vela que ensombrece su rostro encogido por el miedo, al tiempo que reza: «Santa Bárbara bendita, que en el cielo estás escrita, con papel y agua bendita, en el árbol de la cruz, padre nuestro amén Jesús».
Desde que tenemos constancia, a nuestra especie no le ha bastado con vivir una realidad fáctica, sino que ha precisado de adornos y explicaciones teóricas que diesen sentido a las cosas que suceden. Todo hecho inexplicable ha de ser explicado, todo suceso es una pregunta y la respuesta es un elaborado relato que otorga sentido, orden y satisfacción a nuestras vidas. Porque, como dice Nancy Huston, «el sentido es nuestra droga dura». Por supuesto, la parte más obvia de todo esto es mirar hacia atrás y poner bajo la lupa todas esas fantásticas mitologías y creencias, desde Gilgamesh hasta el Antiguo Testamento, sin olvidar a los griegos, entre otros. Todas ellas fabulaciones que responden a las necesidades acuciantes del momento, y nada tiene mayor necesidad de sentido que la propia vida, «porque la vida es dura, y no dura, y somos los únicos que lo sabemos». En efecto, Huston afirmará que otros animales no buscan un sentido al paso del tiempo ni a la muerte, aunque sean conscientes de tales hechos, les basta con vivir la realidad. Así, las religiones han ocupado un lugar privilegiado en la historia como dotadoras de sentido, en tanto que son capaces de responder, con ingeniosa resolución, a todo tipo de preguntas hechas y por hacer. Mismamente, ante ciertas catástrofes naturales, asumir que, siendo de índole divina o no, un dios puede interceder por su humilde servidor en determinada situación importante, no solo genera un relato que da sentido a lo que acontece, sino que también da sentido y cauce al temor de lo que golpea el cristal allá fuera de nuestros límites.
En nuestros días, la fábula es mucho más que eso. Una por una, Huston nos irá arrebatando en su libro todas aquellas certezas que existen para nosotros y que de alguna manera conforman lo que llamamos yo y nosotros. Sin ir más lejos, la historia no es menos ficción que la religión. Es imposible exponer un hecho sin interpretarlo, de igual forma que es imposible decir la verdad acerca de nada, pues al hacerlo estamos seleccionando un conjunto de verdades, mientras que el todo es infinito. Es más sencillo de entender si hablamos de la historia de un individuo. Nunca podrá decirte quién es, sino una selección mínima (en comparación con todos los hechos de su vida) que ha considerado de interés, o que por alguna razón recuerda con mayor viveza. Es una interpretación de su historia, más o menos válida (eso es lo de menos), pero una interpretación, al fin y al cabo, pues «la conciencia no es más que la marcada tendencia de nuestro cerebro a lo estable, continuo, razonable y narrable». Pero la cosa no queda ahí, Huston arremete contra multitud de fabulaciones del mundo moderno como son: nuestro nombre, la genealogía, la familia, la nación, el sentido de la guerra, los correligionarios, la paternidad, el matrimonio, etcétera. No en un sentido nihilista, sino meramente para exponer su origen ficticio, el relato. Por supuesto, y hablando de nihilismo, uno podría renunciar a todo esto, a lo que la autora dirá que solo serviría para cambiar una ficción por otra, «la orgullosa y pueril ficción del individuo prometeico, autoengendrado y autosuficiente».
Sin embargo, cuando parece que Huston nos va a lanzar de vuelta al mundo sin certezas, con dudas, y con la amarga sensación de vivir una ficción que, además, en ocasiones es poco menos que desagradable, frenará en seco nuestro tren de la desesperanza para decirnos que «nuestra condición es la ficción. No es razón para que le hagamos ascos». Y es que, conocer la complejidad de todo este entramado creado por nosotros mismos, donde a veces somos víctimas de fabulaciones propias y en muchos otros casos de fabulaciones impuestas, si bien puede ser desconcertante, no implica que debamos desear eliminarlas y vivir la realidad, que por otra parte está claro que no nos satisface. La ficción es vital, crea nuestra realidad y nos ayuda a soportarla, es capaz de crear cosas maravillosas y actos deleznables, por lo que lo único que podemos hacer, y a lo que nos alienta, es tratar de seleccionar aquellas que sean ricas y bellas, complejas y llenas de matices. Aquí dará un valor crucial a la literatura, y en especial a la novela, pues esta se presenta ya como ficción y nos permite elegirla libremente, «nos libera de las obligaciones y las coacciones de las innumerables ficciones que sufrimos». Es a través de la literatura que podemos releer la vida con mayor agudeza, ampliar nuestro espectro moral, y en cierto modo ser capaces de entretejer un relato al que, paradójicamente, no hay que buscarle un sentido en el final, sino en el transcurso del mismo.