En plan oculto: «El error»

Queridos lectores, os dejamos por fin con el último relato finalista de «En plan oculto», escrito por Gólgota (@manuelsfer en Instagram y Twitter). No olvidéis estar atentos a nuestras redes sociales (@enplanculto en Instagram y Twitter) para votar al ganador este domingo. Sin más que añadir, ¡disfrutad de esta aterradora lectura!

Nota de voz 00:00

Olvídate de brujas, vampiros, fantasmas. Olvídate de monstruos, engendros, casas encantadas. Olvídate de mí, de mi sangre, de mi raza. Olvídate de todo, acuérdate de nada, pero, por favor te lo pido, no te olvides de Clara.

Resopla. Hincha sus pulmones de aire, crispado de tensión. La presión del ambiente carga su caja torácica. Decide tomar una decisión: contar su verdad.

Guarden atención. Esta historia es como la de cualquier otro chaval. Pensarás que no tiene nada de especial. Ahí radica el error. Su destino nos marcó a todos. Por más que vivamos cegados por las manecillas insolentes de la rutina, apresurándonos sin ton ni son por los hilos de la monotonía, la situación post-covid nos cambió a todos y cada uno de nosotros, sin excepción. Por aquel entonces, este muchacho —poco importa ya su nombre— rondaba la treintena y estaba cada vez más cerca de acariciar su sueño: convertirse en profesor de universidad.

Pocos detalles conozco de su vida. Había crecido en una familia de clase media, hijo único, infancia medianamente feliz, poseía un hambre atroz por el pensamiento humano. Nunca tuvo claro qué estudiar, pero su sed de saber y las largas noches que pasaba devorando páginas y páginas de autores como Nietzsche, típico autor de adolescentes y jóvenes (adultos), le hicieron vislumbrar una salida clara: filosofía. Nunca tuvo miedo a tomar la palabra en público, por lo que, a diferencia de algunos compañeros de su facultad, intercambiaba comúnmente opiniones al finalizar las clases con el profesor o, para no variar, acudía ávido de (re)conocimiento a tertulias y cafés por las calles de Madrid.

Desconocedor aún de su propio destino, con cada libro leído, con cada conversación intercambiada, con cada contacto que se agenciaba, logró una profusa red de influencias intelectuales que le permitieron hacerse hueco en el malogrado mundillo de la filosofía. Ya sin sus padres, consiguió independizarse en un humilde piso, en Plaza de España, cuyas vistas alcanzaban para arrebatarle al cielo impactantes atardeceres.

Supongo que le bastaba para vivir con su sueldo como ayudante doctor en la facultad, aunque, si os soy completamente honesto, no lo sé. Toda la información que llegó hasta mis oídos procede del hospital. Así, como el que no quiere la cosa, lo reconocí por primera vez en radiografía. Como de costumbre saludé a las técnicas de rayos, Paqui y Juanita, a las que conozco de vista, y pasé de largo. Estas me miraron inquisitivamente, con unos ojos maliciosos, cuyas pupilas hablaban más de lo que callaban. Tan solo obtuve un escueto «hola» por respuesta, raro en estas dos cotorras.

Saqué un café de la máquina y, aburrido, pegué mi oreja en la puerta de la sala de rayos para ver qué cacareaban Paqui y Juanita. Entró alguien. No alcancé a escuchar el nombre del paciente. Le pidieron que contuviera la respiración. Primera tomografía. Ahora de perfil. En total, dos radiografías de su hombro, en concreto, el izquierdo. A partir de ahí, supe de la existencia de aquel pobre aspirante a profesor de filosofía.

Después de la placa torácica, Juanita no dudó en contarle a su compañera con pelos y señales la historia de este chaval. Aún faltaba media hora para la próxima operación. Tenía tiempo, así que apreté más la oreja contra la madera. Hace poco, contó Juanita, había estado en el funeral de la madre del muchacho. Ambas mujeres eran amigas, entablaron amistad en COU y a partir de entonces solían preguntarse la una a la otra. El hijo de la recién fallecida siempre había querido convertirse en profesor de filosofía, vivía aquí en Madrid, actualmente trabajaba en la universidad (…), hasta aquí ya conocéis la historia. Me sobrecogió lo que revelaron a continuación.

Hace un año, ellas mismas le detectaron un pequeño tumor en el hombro izquierdo. Poco después, fue operado por un cirujano en este mismo hospital, pero sufrió una ligera negligencia médica que se tradujo en un desgarro muscular y la pérdida de la movilidad de su brazo izquierdo y, por si fuera poco, una severa parálisis cerebral. Su belleza quedó intacta, belleza que se marchitó con cada sonido que emitía, pues tan solo era capaz de producir gruñidos y berridos. No solo le seccionaron por error un nervio, sino toda una vida.

Como era de esperar, perdió su prominente trabajo en la universidad, vivía solo y cualquier pequeño esfuerzo intelectual le parecía agotador. Su realidad había cambiado, todo daba vueltas a su alrededor. Sin embargo, era feliz, pues lo acababan de contratar como conserje de un instituto.

Por un momento, sentí el pesar del chaval sobre mis hombros. Compartí su angustia vital. Lo compadecía. En cualquier caso, ya era hora de volver a casa, de recoger del instituto a la mayor ilusión de mi vida, a Clara, mi hija. Sus bucles amarillos no hacían otra cosa que resaltar su diminuta cara redonda y una luna plateada por sonrisa inundaba su rostro. La estreché contra mis brazos, montamos al coche y nos fuimos a comer.

Durante el trayecto, no dejé de darle vueltas al muchacho. Su cara me resultaba muy familiar, ¿quién sería? ¿Dónde lo había visto? De repente, Clara, mi tesoro, me contó que se le habían olvidado unos cuadernos en el instituto. Tal vez siguiera abierto. Volvimos. Ya no quedaba nadie. Llamé al telefonillo. Se abrió la verja. Entré.

En ese mismo instante, ¡Viktor! Así se llamaba, sí, lo recuerdo. Allí se alzaba en medio del silencio del pasillo. Me reconoció. Nos reconocimos. Le pregunté amablemente por los cuadernos. Gruñó encolerizado. Sus ojos eran dos lenguas de fuego. Sin previo aviso, echó a correr, lanzándose contra mí. Dos cuerpos entrelazados caían rodando por las escaleras.

Un cuerpecito de niña, rubita, fue lo último que vieron antes de aplastarlo.

Fin de la nota de voz 11:27.

Ahora mismo Clara está siendo operada de la pierna, no sé si volverá a caminar. Viktor sigue vivo y yo no quiero seguir haciéndolo. ¿Mi error? Haber sido su cirujano.

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