Queridos lectores, os traemos el segundo relato finalista de esta primera edición de «En plan oculto», de la mano de Emilio Benito. Ya queda menos para conocer al último y para la votación final. ¡Atentos a nuestras redes sociales! Pero, antes, disfrutad de la lectura y, sobre todo, esperamos que lo hagáis con el estómago lleno:
Martín hacía un dibujo en la cocina, esperando a que sus padres terminaran de arreglarse. Esa noche iban a cenar en casa de sus nuevos vecinos. Estos vivían en un chalet girando la esquina, invisible para los coches que circulaban por la carretera principal, pues un frondoso bosque lo ocultaba igual que un biombo guarda la intimidad de alguien que se desnuda. Para los padres de Martín era muy especial poder compartir barrio con otra familia como la suya, ya que habían llegado hacía unas pocas semanas a la zona y les preocupaba que pudiese estar demasiado aislada del resto del mundo. Martín dibujaba a unos siniestros individuos trajeados delante de un rectángulo marrón con cuadraditos azules y junto a un vehículo de color negro. Eran los vecinos, e intentaba representarlos fielmente según la sensación que le habían transmitido. Pese a estar inmerso en su obra, empezó a oír las voces nerviosas de sus padres bajando las escaleras. Los dos estaban muy ilusionados por haberse mudado a aquella casa tan acogedora, rodeada de un mullido césped y al lado de un precioso bosque. Era un gran paso para la familia y, por suerte, todo estaba saliendo bien. Sin embargo, al ser una pareja joven, les preocupaba causar buena impresión, y solo en decidir la vestimenta tardaron un par de días. Ella, en un vestido verde, y él, con chaqueta y camisa, bajaron a la cocina, todavía discutiendo sobre si habrían escogido un atuendo demasiado informal para unos vecinos que parecían, aún siendo amables, bastante serios. Cuando el padre de Martín se acercaba a su hijo para recogerlo, el dibujo le provocó un suspiro de agotamiento:
—Hasta un niño de cinco años ve que son gente seria—. Se acercó a la oreja de Martín y le dijo amablemente:—Déjame esto, cariño— y cogiendo el dibujo con delicadeza se lo enseñó a su esposa, que traía los abrigos— ¡Mira!
Ella se encogió de hombros y apretó los labios, dando a entender que no sabía qué más hacer. Les entregó los abrigos y, poniéndose el suyo, se dirigió hacia la puerta.
La casa de los vecinos parecía nacer de la oscuridad del bosque, tan solo dibujada por la luz que salía de las ventanas y de algunos faroles. Era como si no hubiese un tono más oscuro que el de aquellas sombras y las bombillas se sintiesen intimidadas. Dentro, una araña bañaba de clara luz el hogareño vestíbulo, y frente a los recién llegados se disponían dos escaleras de madera que llevaban a otras partes de la casa. Los anfitriones, bastante arreglados, esperaban en las escaleras de la derecha con unas extrañas sonrisas que hacían raro e incómodo el ambiente. El hombre bajó con una bandeja en la mano, llevando un par de copas de un vino tinto bastante apetecible y un vaso con un refresco naranja. Estaba calvo y tras las gafas miraban unos ojos estrechos y alargados. Sus dientes eran pequeños, y unos labios finos y claros, casi blancos, los cubrían. Era alto y muy delgado, aunque sus manos parecían bastante fortalecidas de trabajar.
—¡Sed bienvenidos! Esperamos que nuestro hogar sea de vuestro agrado— dijo mientras dirigía la mirada hacia su familia, haciéndola partícipe de sus palabras—. Para comenzar esta velada, os ofrecemos un buen vino para los mayores y un dulce refresco de naranja para el pequeño— Bajó la bandeja para entregar primero la bebida a Martín, al que sonreía ya de una manera inquietante.
—Oh, disculpadnos. Nuestro hijo es diabético y no puede tomar refrescos. Pero… —continuó en tono bromista la madre de Martín mientras cogía una de las copas— nosotros hoy no tenemos que conducir. Muy amables.
El hombre cambió el gesto al oír aquellas palabras y con cierta contrariedad se volvió hacia su mujer, unos metros detrás, y después hacia su hijo, aún en las escaleras. Este, como si lo hubiera ensayado, bajó corriendo en seguida. Una vez llegó junto a la familia, le tendió la mano a Martín y se presentó:
—Soy David y tengo siete años. ¿Quieres subir a mi habitación a ver mis juguetes?— preguntó el niño, muy sonriente.
Martín, queriendo aparentar ser tan mayor como su anfitrión, mucho más alto, le apretó la mano. Tras unos segundos de saludo, Martín miró a su padre, pasándole con la mirada la propuesta que David le había hecho. Él, dubitativo, miró a su vez a los anfitriones.
—Pues no sé si vais a tener tiempo, a lo mejor la cena ya está preparada— dijo maquillando una pregunta.
Los dos anfitriones se miraron y de pronto rieron, relajados, y asintieron a los niños. David subió como un rayo por las escaleras de la izquierda y desde el descansillo llamó insistentemente a Martín, que se había detenido, aún dudando, en la mano de su padre. Él le soltó y le dio un empujoncito en el hombro, lo que animó al niño a subir.
Martín, tímido y muy educado, no se había atrevido a preguntar, pero ya estaba cansado de esperar en aquella habitación sucia y húmeda sin hacer nada. A su lado, sentados ambos en el suelo, David miraba a la nada, ahora muy serio.
—¿Falta mucho para la cena? Quiero ir con mis padres— David ni se inmutó.
Cuando se escucharon unos pasos pesados en el pasillo, el niño, sin dejar de mirar a la nada, susurró:
—Lástima que no hayas cogido el refresco. No te habrías enterado de nada.
En ese instante, el padre de David abrió despacio la puerta y se asomó, ataviado con un delantal muy sucio. En su cara seguía esculpida aquella sonrisa y miraba con ojos ansiosos al niño. David se levantó y se marchó sin hablar. Martín empezó a respirar muy rápido, tremendamente nervioso y desconcertado. El padre de David puso cara de sorpresa y preocupación al verlo sollozar.
—Por favor, tranquilízate— dijo con voz suave, y pasó a la habitación escondiendo un afilado cuchillo en el bolsillo del delantal—. Si te inunda el miedo, tu carne no sabrá tan bien.
Quedo en suspenso…