Quod non mortalia pectora coges, auri sacra fames.
Me duele España por fallido Estado de borregos. ¡Ay, patria mía!, erial funéreo en que a buen día una horda de truhanes a braceros coyundeó para que construyeran una covacha con toscos sillares de arenisca, a soga y tizón, y sin más mortero que el de una tal democracia preñada de sueños periclitados. A su primer vagido ya vino muriendo, pobre agonía, y de su cuerpo enfermo las desprendidas miasmas trocaron la tierra fresca en pútrido muladar. Hoy las cuitas que mi pecho ahuecan son suyas, y de nadie más. A fe mía que te antojas la más terrible de las afecciones, por cuanto amagas con un patriotismo doliente que ha dado en prodigarse por mi cobija y me molesta el sueño. Heme en mi yacija, transido de hambre y amores mal avenidos —tuyos son, míos no—, esperando a que me descerrajes el tiro de gracia para poder dormir como un bendito sin que por el magín me correteen devaneos en mares de allende. No bien te haya huido, me habrás echado en falta, y de quedarme, a buen seguro que acabarás por enterrarme en la huesa. Y si ocurriere, cuervo de pico corvo y de sangre hieles, habrá cortejo fúnebre que de mi cajita de madera ajada haga catafalco y de tus días acíbar. Entiende bien que estas mis bravatas no acusan sino una soledad común, amargura de todos, que por ser de mozos mil me santifica y me tiene por todo vestido.
De mi quejumbrosa voz toda voz me suena a eco, a los gañidos de muchachos que me llegan en sordina, sin rescoldos de pasadas algarabías. De la calmosa paz de nuestros hogares quedan unas tantas motas de polvo no más, que remece el frío relente, pan duro y pólvora quemada. A su marcha olvidó cerrar la puerta y el ladino luto se las compuso para colársenos y dar pábulo a años de congoja que ya arrastrábamos por los baldíos de una patria que no nos merece. De perpetua noche visten nuestros días, sin visos de la irisada alba que a golpe de azada dijéronles al jornalero y al pupilo que atisbarían. Todo era filfa, coronas de oropel; y para nosotros no resta nada. Nada de nada, más que vagabundear, hato y vergüenza a las espaldas, por los vericuetos de la alta madrugada, con lágrimas secas que se agolpan en los ojos, y entonando cánticos desesperados que cuenten la verdad, nuda y sin melindres: nacimos en el tiempo equivocado, y somos hijos de un porvenir aciago y sin luz. España no está a nuestra altura.
Ando apátrida entre espejos agrietados de metal bruñido, plata achicada a peltre, que reflejan tribulaciones desaforadas, compartidas todas, y entre lobos viejos de traza capitalista, a quienes el fresco saber amilana. Nadie quiere compartir los huesos descarnados de un país finado. Y sin comida en el buche, a veces me da por morder y lanzar venablos a pérfidos cagatintas que osan ponerme la hambruna por penitencia. ¡Malhaya quien me cambalachee sudor y pericia ajenos por oros de una ciudad maldita! Si díscolo nací y siempre creí por entero en mis candores, que así perezca: sin rendir pleitesía a rateros de tierras yermas que pretenden amansar a las gentes con soflamas pergeñadas a tuertas o a derechas.
¡Ay, España mía! Mía no eres, feraz tierra no fuiste siquiera. Eres de ellos, de leguleyos botarates, de pícaros y rufianes, de facinerosos e imbéciles de tomo y lomo, con los que nunca me duelen prendas para ciscarme en sus muertos frescos. Y de seguro me sobra tiempo para hacerlo sobre reyes marrulleros, ineptos en el arte de sofocar el furor de su rijosa entrepierna, que con afectada munificencia huyen por haber metido los dos bastos para escamotear el as de oros. Demonios advenedizos todos, de cornamenta azur o bermeja, vienen en regoldar zafias arengas que las lastimeras reses han de rumiar a boca seca y, en sus ratos de asueto, gustan de meter sus déspotas manos debajo de los colchones de analfabetos, remisos ilustrados y jornaleros que bregan a brazo partido y se desriñonan en las huertas. «Defraudación al fisco, poder y gresca», juran con la mano sobre el desvencijado devocionario de un socialismo cristiano frangollado por sedicentes monarcas de bastón de mando, que se apoltronan en suntuosos tronos que las gentes no dieron. Me creo reo, y me sé así, medra de sus deleznables fortunas, condenado a llevar el dogal de gargantilla por arrobado espíritu que creyó las falaces querencias y carantoñas de mi España, patria que aprieta y ahoga. Estoy hastiado de los hunos y los hotros, de esta tierra mía, y de masoquistas que concursan para beber de tu agostado venaje sangre fría, porque fuera de tus entrañas te arrebujan finas pieles, la hosca jungla del oficio privado, del sálvese quien pueda. ¿A qué la van a buscar si en ella no hay sino tósigos y fangales? Breñal donde solo crece mala hierba de dura espina, ay, donde del fiemo brota la adicción y la filípica, donde la desazón encarroña la bonhomía. Día hubo en que ciego te amaba, engaños de primeras y segundas fueron culpa mía, mas de tus azotainas a varazo limpio he escarmentado y a pie quedo te impreco una y mil veces por mi desencajada quijada, y te digo a voz en cuello que los coronados bichos que hogaño te corroen son la delación de tu huero vientre. Me entregaré al albur y, si resuelvo huirte y no volver, grabaré tu nombre en la piel de los más frugíferos árboles y secarán tus letras sin que yo tenga a bien restañar las heridas que infligiste. Mas que me aspen si alguna vez, a tus augurados estertores, te trajere el viático, maldito nido de áspides. Los tiempos no han cambiado, ni cambiarán, amada mía. Fuiste lo que eres y serás. España de mi infancia, España es España es España.