A día de hoy, los subgéneros que se agrupan dentro de la narrativa son numerosos y diversos, respondiendo cada una de estas categorías a un espectro de lectores afines que cada vez muestran un perfil más especializado y excluyente, ahondando con mayor profundidad en la historiografía particular de cada una de ellas y discriminando en gran medida toda aquella que se distancie del sello fijado, sobre el que se aspira a la erudición y la participación de pleno derecho en cualquiera de sus cauces. Así pues, la diversificación de los géneros se aleja de las categorías englobantes buscando una taxonomía más cercana y personal, que en el caso de no existir o de no poder vincularse a las preexistentes, será creada tal y como ya hiciese en su momento Unamuno con su nuevo concepto narrativo, la nivola.
Evidentemente esto ocurre no solo a nivel temático, sino estilístico, y en este recorrido de búsqueda e introspección narrativa que dilucide aquellos métodos de mayor interés para realizar la aproximación de la obra al lector modelo, según las propias necesidades del tema tratado y de la época en la que se circunscriba la recepción de la misma, han sido numerosas las innovaciones y experimentaciones que se han llevado al respecto, algunas con más éxito que otras, entre las cuales las ha habido que han sentado precedentes y otras que han quedado en el baúl de los experimentos fallidos, si bien incluso estos últimas han conformado precedente para nuevos intentos posteriores que reformulasen las líneas iniciales. A este respecto quiero hablar del uso del ensayo como herramienta literaria integrada en la ficción con diversos fines.
El ensayo literario, por definición, tiene una finalidad didáctica y cierto compromiso implícito de verosimilitud, de seriedad y conocimiento profundo y sustentado del tema tratado, donde, aunque se sobreentiende que es un campo abierto a la opinión y a la reflexión del tema en cuestión, queda descartada toda ficcionalidad que se aleje de la sobriedad intelectual del discurso científico. Por eso mismo, su incorporación en la narrativa de ficción tiene un primer efecto de confusión, de engaño, pues puede llevarnos al pensamiento de que se trata de una lectura de hechos verosímiles, nada más lejos de la realidad. Pensemos por un instante en las películas de terror que se inician con una pantalla en negro con el texto siguiente: «Basada en hechos reales». Cuatro sencillas palabras que sirven para sembrar la duda en nuestros corazones, y que inevitablemente nos hacen ver la película de otro modo, pues una cosa es rechazar el miedo a lo ficticio verosímil y otra muy distinta es rechazar el miedo innato a lo real. Lo interesante de este asunto es que carece completamente de importancia el porcentaje de «hechos reales» que contiene la obra, ya que, incluso cuando este sea realmente ínfimo, sigue participando en cuanto a técnica narrativa que potencia el relato.
En la literatura, lo más habitual ha sido la incorporación de ficción disfrazada de paratexto ensayístico o bien meramente no literario, aprovechándose más de las formas que de los contenidos que esta fusión ofrece. Un ejemplo lo encontramos en la narración epistolar o en forma de diario, técnica fundamental del género ensayístico desde el Renacimiento. No en vano, cuando leemos La Tregua (Benedetti, 1960), podemos llegar a dudar de si realmente existió el desdichado Martín Santomé y su diario. Un tanto de lo mismo ocurre con La Familia de Pascual Duarte (Cela, 1975), en la que incluso se añaden falsos testimonios que nos presentan el contenido ficticio como si fuesen hechos reales y autobiográficos, cuando no lo son. Otro ejemplo de estas técnicas es el empleo de referentes verídicos dentro de la narración que transporten al lector a un entorno real, aunque la historia sea inventada. Ejemplos de esto último podemos encontrarlos en La Sombra del Viento (Zafón, 2001), que nos transporta a la Barcelona de los años de posguerra, El Remate (Aub, 1961), que narra hechos de la guerra civil y de posguerra, o cualquier obra que se enmarque en el subgénero comúnmente conocido como novela histórica. Sin embargo, todas estas obras se han servido de las formas de la verosimilitud, pero no han incorporado el ensayo literario propiamente dicho en la novela, o al menos no con una propensión marcada y sin pudor. Y aquí es donde entra la obra que se referencia en el título del artículo.
Los Demonios de Loudon (1952) es una obra escrita por Aldous Huxley, quien escribiese en su momento la afamada novela distópica Un Mundo Feliz (1932). Los Demonios de Loudon no es una de las obras más conocidas de su autor, pasando ciertamente desapercibida entre su prolífica creación literaria. Frecuentemente ha sido tildada como novela o como ensayo, cuando realmente no se enmarca en ninguna de las dos categorías, pues representa un exquisito experimento de hibridación de géneros que se ha venido llamando ensayo interpretativo. La obra aborda uno de los temas más mediáticos de la Francia del siglo XVII, una supuesta posesión demoníaca ocurrida a las monjas ursulinas de la ciudad de Loudon, quienes achacaban su desgracia al párroco de la villa, Urbain Grandier, del que decían que se trataba, en realidad, de un hechicero. Huxley, valiéndose de la numerosa bibliografía que existe sobre los hechos (testimonios de algunos de los exorcistas, autobiografía de dos personas poseídas, testimonios y libros de espectadores que viajaron para ver los sucesos, y un largo etcétera), así como de sus propias investigaciones particulares (ya en 1941 publicó una biografía sobre el consejero del cardenal Richelieu, uno de los partícipes más importantes en la trama de Loudon), entreteje un texto que aparenta ser un ensayo filosófico y místico, que desgrane los hechos acaecidos y arroje luz hacia las partes menos evidentes. Sin embargo, el libro alcanza una simbiosis entre ensayo y narrativa de ficción, alternando pasajes de rigurosidad informativa sobre los hechos, o que abordan profundas meditaciones ascéticas que se alejan de lo concebible en una narración, con otros pasajes en los que de repente te ves inmerso en ágiles e intrincadas narraciones de los personajes involucrados, a los que Huxley les otorga profundidad psicológica y nos expone su interpretación de los hechos como quien relata una novela, que, al fin y al cabo, es lo que está haciendo. El resultado final es un texto en el que continuamente no puedes saber si lo que lees se corresponde con el análisis verídico de lo conocido o si estás inmerso en las divagaciones y suposiciones que el autor pretende hacerte ver, mientras sabes que, sin duda, el libro encierra una gran cantidad de ambas cosas.
Un examen demasiado purista no nos permitiría incluir esta obra como novela, de igual forma que probablemente quedase excluida del ensayo. Y, al caso, conviene rescatar unas palabras de Unamuno en Niebla (1914) sobre esto de las etiquetas, como ya mencionábamos al principio del artículo:
VÍCTOR: —Tal vez, pero el caso es que en esa novela pienso meter todo lo que se me ocurra, sea como fuere—.
AUGUSTO: —Pues acabará no siendo novela—.
VÍCTOR: —No, será… será… nivola—.
Es decir, que debemos crear una nueva taxonomía que tenga una relación más personal con la obra, siempre y cuando las existentes no sean suficientes o incluso traten de excluir o apartar obras de gran interés y potencial, meramente por unas desavenencias formales que en una categoría pueden ser un inconveniente, y en otra una gran ventaja esperando encontrarse con su público.