«Óscar o la felicidad de existir», de Éric-Emmanuel Schmitt

Las cuatro de la tarde de un mes de febrero más. Me dispongo a salir de casa con ese aura que desprenden los domingos,  somnífera y a la vez excitante. Los días van siendo más largos, pero aún así hay que aprovecharlos, madrugar y sacrificar las siestas si se quiere activar la Vitamina D en nuestro organismo. Quedan todavía muchas horas para la primavera y, aunque ya florecen los almendros y cerezos, los tonos rosáceos son aún difíciles  de percibir con el olfato, —ya no queda nada— comenta mi madre; a mí no me preocupaba en ese instante el tiempo que tardaría el sol en caer, la verdad, solo disfrutaba desde la pantalla del autobús, transparente y algo desgastada por el viento, de las vistas de ese parque que separaba dos mundos y unía dos tiempos, los restos de un pasado ya de otro siglo, respetado por su abandono; y un futuro de torres altas y hormigonadas y caminos exprés.

Así llegamos, tras un dulce paseo por los calles más castizas de Madrid, al número 16 de la Calle Arapiles. Recogemos las invitaciones y esperamos, una vez más, a que pase el tiempo, aunque esta vez la espera sería menor, tan solo unos minutos hasta que nos abriesen las puertas de aquella salita de teatro.

—¿De qué trata la obra?— me pregunta mi madre.

—No lo sé— le respondí sorprendida, pues no es que tengamos ninguna regla ni tradición familiar que nos impida leer la sinopsis de las pelis y obras que vemos, pero digamos que nos gustan las sorpresas e intentamos evitar cualquier posible spoiler.

Finalmente entramos, dispuestas a conocer a Óscar y saber qué nos podía enseñar sobre la felicidad y la existencia. No sabíamos nada de la obra, pero empezamos a darnos cuenta de que sería original y transgesora nada más entrar a esa salita pequeña y acogedora de las que ya quedan pocas.

Han pasado dos días desde que salimos de la sala Arapiles. No he podido escribir antes lo que se siente después de conocer a Óscar. Óscar es  una de esa personas que pasan por la vida de una y dejan un pozo de sentimientos. Han sido necesarios unos días de centrifugado para poder aclarar y transformar en palabras todas estas sensaciones.

Un día Éric-Emmanuel Schmitt dio a luz a Óscar y Juan José Arteche lo adoptó y versionó. Aquel día salimos ganando todos los que hemos tenido la oportunidad de conocer a Óscar, gracias a la tutela de Juan Carlos Pérez y, por supuesto, a la fantástica Mona Martínez. Mona nos dejó vivir con Óscar sus últimos doce días de vida, la dura y vocacional profesión de Mami Rosa y a otros varios personajes que van apareciendo en escena y en la vida de Óscar. Juan Carlos logra hacer de un tópico recurrente en el drama, como lo es la muerte, algo novedoso en su exposición y puesta en escena. Una escenografía potente a la vez que simple, lúgubre y moderna; Con materiales y vestimentas básicos y sencillos, acompañados de una iluminación y decorado vanguardistas. El excelente trabajo realizado con la escenografía diría que pasa casi desapercibido por la brillante actuación de  Mona Martínez. Su trabajo es tan intenso, tan conmovedor y satisfactorio que no puedo  explicarlo con palabras. Solo puedo pediros que cerréis los ojos y os imaginéis tumbados en algún lugar recóndito del Alto Pirineo, con Virgilio a vuestro lado recitando ese:  «Tityre, tu patulae recubans sub tegmine fagi » ¿no es acaso esta la definición máxima de la lírica y bucólica?; más o menos así es como se siente una al ver a Mona actuar, lleno de vida y con la sensación de estar conociendo lo que es realmente la interpretación, y el teatro.

Todos estos elementos hacen que esta sea una obra única que invita a la reflexión. Con Óscar viajamos por la infancia más inocente e hicimos un esfuerzo por respirar con los toques de humor que llegan a este drama de la mano de su naíf forma de afrontar la muerte. Este drama nos muestra el vigor de los niños enfermos, pero nos recuerda que no son más que eso, niños. Óscar es un luchador que, a pesar de su edad, ha tenido más coraje que cualquier adulto, pero no es Ulises ni Diomedes; no tiene la experiencia de estos grandes luchadores y, por ello, su médico y sus padres subestiman su capacidad de afrontar la muerte.

Sin embargo, Mami Rosa nos enseña la importancia del amor y la amistad, como fieles representantes de la confianza y el apoyo incondicional que muchos necesitamos, y más si hemos enfermado. Mami Rosa es quien deja a Óscar ser niño, quien le ofrece el consuelo de la religión, quien lo acompaña en su tristeza y lo deja ser y sentir, sin bloquear ninguno de sus sentimientos, pues ella también cree que la existencia y felicidad de un niño no consiste solo en saltar y sonreir, sino también en ser tratado como un adulto, en cuanto a sentimientos se refiere, y en aprender a vivir y sonreir incluso cuando uno está triste.

El consuelo de Mami Rosa y el coraje de Óscar son algunas de las varias herramientas que nos regala esta obra, pues, más que un consuelo para Óscar, todas las máximas de Mami Rosa son un consuelo para ella misma; la religión es su propio consuelo en esa profesión tan dura, y todo ello es también una gran ayuda para nosotros, los espectadores. Todo esto junto al coraje y la infancia de Óscar  son grandes regalos que nos llevamos de la Sala Arapiles.

Cuando salimos de allí todo parecía vacío, nos sentíamos locas de dolor, de sentimientos, de nada. Sin palabras e impresionadas por Mona, por Óscar, por Mami Rosa y por la vida —y la muerte, claro—,  llenas de dudas existenciales y desconsoladas, pues, cuando eres adulto, no siempre sirve el religioso consuelo de Mami Rosa. A la vuelta de la Sala Arapiles, el sol ya no me dejó ver los primeros frutos primaverales, pero seguía sintiendo lo que era la vida, gracias, Óscar, por tu existir y tu felicidad.

 

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