Hace más o menos un año ya que por primera vez puse un pie en un país del que estaba enamorado desde mi más tierna infancia, y, más concretamente, en una ciudad de la que todo el mundo ha escuchado hablar alguna vez, Florencia, la flor de la Toscana.
Perderse en sus callejuelas, ver brillar el sol sobre el Arno y sus aguas tranquilas, ver anochecer desde San Miniato contemplando toda la ciudad desde aquella colina, ver llover sobre la catedral, viendo como las gotas cubren con su cortina de diamante una ciudad que parece eterna al tiempo; pasear por sus parques y vivir el sueño de pasear dentro de los salones de aquellas villas señoriales. La ingente cantidad de obras de arte que puedes encontrar tanto fuera como dentro de museos, galerias de arte y palacios. Todas sus plazas, fuentes y adoquines tienen un soplo de magia que es imposible de explicar con palabras.
Eso es lo que hace mágica a Florencia, que es eterna al tiempo, parece una joya que no ha cambiado en siglos; una perla en las que las marcas del tiempo no han hecho una mella muy visible en su superficie. Y pese a ese aura de atemporalidad, es una ciudad etérea, una imagen sacada de un sueño, que parece que se desvanecerá en cualquier momento si te descuidas.
Es similar a un sueño del que no querrías despertar, e incluso la luz del sol parece más hermosa en esta joya renacentista, que a penas ha cambiado desde el siglo de Dante.
Hace ya un año que visité esta ciudad para estudiar el Renacimiento y todas las joyas que de esta etapa se albergan tanto en sus palacios y museos, como por las calles y en los rincones más insospechados; y entiendo perfectamente a Stendhal, quien dijo en su libro:
«Había llegado a ese punto de emoción en el que se encuentran las sensaciones celestes dadas por las Bellas Artes y los sentimientos apasionados. Saliendo de Santa Croce, me latía el corazón, la vida estaba agotada en mí, andaba con miedo a caerme». (Nápoles y Florencia: un viaje de Milán a Reggio, 1817).
O como escribió Dante en el Paraiso XV, de su Divina Comedia:
«Florencia dentro del antiguo círculo, donde se
lleva el tercero y el noveno,
estaba en paz, sobria y modesta.
No tenía cadena, ni corona,
ni faldas, ni cinturón
que pudiera ver más que la persona».
Y no es para menos, ya que es una ciudad que hace que tus sentidos se pierdan en una vorágine de maravillas a cada paso que das por sus calles, plazas, puentes… Y es que es Florencia, y todo el mundo debería ir alguna vez, no tiene pérdida, es una ciudad mágica. Es una ciudad que ni los más bellos versos de los poetas podrían igualar, y, aunque hay ciudades igual de hermosas que esta, es una que sin duda alberga un lugar de quien llega a visitarla, y se queda como una espina en el corazón que jamás podrás llegar a quitarte.