Siempre he visto el mundo a través de una ventana cerrada. Mi rostro, reflejado en el cristal por el cual veía, ha estado ahí todo el tiempo. Mi rostro en la ventana y detrás el mundo. No lo he alcanzado y, si he escuchado, solo han sido los rumores lejanos. He visto y oído el mundo a través del reflejo de mi rostro en la ventana. Omnisciente y constante, sin embargo, me obligaba a mirarlo para ver lo que se encontraba detrás. Si quería trascender debía verlo, debía verme, fuera de mí y a mi alcance, filtrando mi yo-reflejo (que es solo el reflejo de mí) todo lo que a la ventana llegaba. Y así he conocido el mundo y me he conocido a mí. No he podido conocer lo uno sin lo otro y así han sido siempre una dialéctica que yo he presenciado. Entonces me pregunto cómo sería ver mi reflejo sin el mundo y el mundo sin mi reflejo. Lo pregunto sabiendo que es un imposible y sabiendo que, si son indisociables para mí, deben de ser ciertos. ¿Y por qué no salir afuera en lugar de verlo a través de la ventana? Porque entonces no me vería a mí e iría a ciegas, sin saber quién es el que sale, sin saber quién es el que conocería ese mundo de ahí afuera. «Ya te dirán los otros quién eres». Sí, y yo, con palabras, les diré quiénes son, pero ¿no verían ellos el mismo reflejo (y que es solo un reflejo) que veía yo en la ventana? Yo, que me conozco, podría presentarme y entonces así sabrían cómo soy… aunque yo solo conozco de mí lo que de las palabras participa. Ah, claro, las palabras, los nombres, mi nombre. ¿Y si aun así no fuera suficiente? Salir y vivir en un consenso, que es un acuerdo sobre una verdad inalcanzable por profunda y subjetiva, una verdad de sentir que no se puede decir. Decir, hablar… ¿Cómo decir lo que no puede ser dicho? Si el símbolo no es lo que simboliza, un fracaso primigenio precede el lenguaje.
«Hombre, árbol de imágenes, palabras que son flores, que son frutos, que son actos»… Octavio Paz. Las palabras crean, fundan, nacen un mundo que no es mundo pero que se lo apropia.