Joan Didion y las mudanzas

Mi año empieza con una mudanza y una promesa de escribir más y ambas cosas se materializan en mi mente con la imagen de Joan Didion en ese anuncio de Céline —perdón, Celine, que le han quitado la tilde— que tan bien la resume. ¿Qué mujer no quiere ser como Joan Didion? Icono feminista, diosa de la moda, inteligente y siempre elegante. Yo, desde luego, sí quiero ser como ella.

Tengo que preparar una maleta. Esta mudanza tendrá dos pasos y, en el primero, gran parte de mis posesiones habitarán un almacén. Yo me voy nueve meses fuera. Fuera del país. Y la lista de equipaje de Joan Didion me parece todo lo que puedo necesitar para sobrevivir. Dos faldas, dos blusas, un jersey, dos pares de zapatos, medias, ropa interior, camisón, bata y zapatillas, un neceser con jabón, champú, crema, desodorante, cepillo y pasta de dientes, aspirinas, las pastillas y aceite de bebé; una manta, lápiz y papel, una máquina de escribir (cámbiese por portátil), cigarrillos, una botella de bourbon y las llaves de casa. Paso de los cigarrillos. Y prefiero un buen ron. Me faltan las llaves de casa. De momento, no hay casa a la que volver. Pero no desesperemos con el futuro. No soy tan minimalista y ya empezar con esta lista me va a costar. ¿Quizá basta con ampliarla un poco a los meses en que se me convierten las semanas que Joan Didion viajaba? Creo que lo voy a intentar: dos faldas, dos blusas, un jersey…

Dicen que las mudanzas son la segunda causa más frecuente de depresión tras la muerte de un familiar y por delante de un divorcio. Dicen también que no es verdad. Para esto último tienen más datos, al parecer: la escala de reajuste social y estrés de Holmes y Rahe (1967) incluye en el primer puesto la muerte de un cónyuge y en segundo el divorcio, mudarse ni siquiera figura en la lista. Y, sin embargo, no se puede negar que una mudanza es estresante y puede deprimir. No es el trabajo de empacar y desempacar (y deberían dar puntos cuando más de la mitad de tus cajas son de libros), no es transportar muebles, no es pintar, limpiar, redecorar, ni siquiera son las cosas rotas o perdidas por el camino. Es desmontar lo que ha sido tu hogar, cambiar de ambiente, estrenar, quizá, ciudad, empezar una vida de cero… o casi. Una lista como la de Didion es un seguro de cordura: dos pares de zapatos, medias, ropa interior, bata y zapatillas…

Empezar de nuevo es una de esas cosas que uno no aprende hasta los veintitantos y olvida cómo se hace pasados los treinta. ¿Los consejos más habituales? Aquel «el tío de tu abuela tenía un amigo íntimo allí» puede ser tu presentación para la primera persona que conozcas en un lugar. Versión moderna: pregunta en Facebook si alguno de tus amigos tiene conocidos en tu nueva ciudad. Lo mismo sirve con Twitter e IG, pero versión pública: un grito desde el balcón como quien dice. ¿Has sido scout? Busca un grupo y mándales un correo. ¿Siempre has querido aprender macramé? Esta es tu oportunidad. Entra en esa herboristería donde la chica ofrece su sabiduría gratis y pregúntale. Lo que viene a ser: pierde la vergüenza. Sirve también con completos desconocidos en un parque, un bar, un museo o el supermercado. Una buena sonrisa, una pregunta interesante y quizá una respuesta que te permita no ir sola a la inauguración del jueves. No tienes nada que perder.

¿Cómo que hablar con gente en un bar? ¿En la época del MeToo? Ay, sí. Busca los conciertos gratuitos en la zona y localiza el que parece más interesante. Ve con la intención de darle una oportunidad a la música y quizá tomar una cerveza. Una buena sonrisa, una pregunta interesante… y es fácil que con la primera persona que tengas una conversación sea con el camarero. ¿Cine de verano gratuito en el barrio? Al menos disfrutarás de vistas de la ciudad como solo los vecinos la han visto antes. ¿Presentaciones de libros en la librería más cercana? ¿No lo hacías ya en tu antigua ciudad? Pues no dejes de hacerlo. Y, por supuesto, si te quedas en casa, no la trates como un lugar temporal, un campamento de verano, un mero sitio en el que dormir o maratonear Netflix. Busca cosas lindas. Encuentra un buen mueble. No tiene que ser nada caro para dar calor de hogar a tu nueva vivienda. Pon algo tuyo a la vista. Pega postales en los azulejos de la cocina. Acepta el consejo de alguien capaz de parecer que vive en una habitación de hotel 10 minutos después de entrar en ella. Tu relación con tu espacio es lo que definirá tu relación con la ciudad. Una manta, lápiz y papel, una máquina de escribir, cigarrillos, una botella de bourbon

Y, por supuesto, no digas nunca que no. Una de las primeras cosas que aprendes en teatro es a seguir a las personas con las que actúas. Maribel Verdú contaba que, en una de las funciones de Un dios salvaje con Aitana Sánchez Gijón, se les rompió, nada más sacarla, la botella con la que se suponía que sus personajes tenían que emborracharse. Y allí que tuvieron que convertir una borrachera con vomitona en una obra completamente distinta. Porque, si tu compañero de escenario dice: «Nuestro barco se hunde», tú no le recuerdas que, en realidad, estáis tomando el té con la reina. Le dices: «¡A los botes salvavidas!». Y todas las oportunidades, todos los planes que te proponen, son una función por improvisar. Así que… ¡a los botes salvavidas!

Con este bonito giro, llego de nuevo a la lista de Didion, que no era sino eso, un salvavidas. Me agarro a la lista de cordura de quien, pudiendo haberla perdido, perdiéndola temporalmente, ha sido siempre una mente preclara, un pluma privilegiada, capaz de mostrar con la misma sencillez e igual belleza un museo municipal y el funcionamiento de un control de transportes; la vida y la muerte; la política y el amor. Y sigo con mi maleta: un neceser con jabón, champú, crema, desodorante, cepillo y pasta de dientes, aspirinas, las pastillas… Puede que lo logre. Ya os iré contando.

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