Esta mañana me he levantado extraño. Quizá haya sido por no poder sentir la luz natural a través de la ventana. Es agotador tener que imaginar que tras ese marco se encuentra el cielo y algún pajarillo urbano esporádico.
En fin, he intentado quedarme un rato en la cama, con la inútil esperanza de que todo terror nocturno se disipara en ese tiempo, ajeno al tiempo, que uno pasa entre las sábanas, esos momentos de aliento previos a enfrentarse al día. No ha sucedido así, aunque ya lo tengo por costumbre. Además, sentía una gran presión por levantarme pronto y no hacerles esperar de más, lo que me empujaba inevitablemente a empaparme de sentimientos víricos.
Tras salir de la cama, me he puesto a rebuscar en un mueblecito triste y semivacío el pan de molde, para dirigirme a continuación a la nevera e ir directamente a por la mantequilla, el perfecto acompañamiento. He recordado, como en un descuido, que intento mejorar mi dieta, y he buscado un improvisado sustituto a mi desayuno. No había nada que hacer. Dos tostadas con mantequilla y un café aguado.
A cada mordisco que doy, se me hace cada vez más patente lo aburridísimo que es observar a alguien desayunar o hacer cualesquiera de sus tareas personales. Noto demasiadas miradas estatuarias clavándose como aguijones en mi piel, al fondo, un bostezo. ¿Qué quieren que haga? tendré que ser persona, hacer cosas de persona, ¿monotonía de persona? Me frustra comprobar que, llegados a ese punto, aborrezco lo que estoy haciendo, y me decido a dejar a medias mi desayuno cuando descubro que lo he engullido sin darme cuenta. Qué extrañeza de vida.
Recojo un poco. Tampoco podría decir que me esmero especialmente en esto de las tareas del hogar. Vuelvo a notar miradas juiciosas mientras abandono mi taza en el fregadero sin echarle una gota de agua… Vestirme, lavarme, ordenar mi vida, todo tan tedioso y, sin embargo, tan imprescindible. ¿Estarán notando el agobio que me brotó y que va escalando mi cuerpo, cada vez más opresivo? Por supuesto que lo hacen. Ya van tres veces que se me cae el peine al suelo. Ahí están, siguen ahí, ¿qué hacen ahí? Joder, encima me tengo que golpear la cabeza al levantarme. Pero qué es lo que pretenden, tan quietos, tan externos. El agua de la ducha está demasiado fría. Mierda, ahora sale ardiendo. Estoy haciendo el ridículo, tanto que ni siquiera se rebajan a reírse de mí. Mierda, mierda, mierda. Ya estaba perfecta, ¿por qué coño he tenido que darle un golpe sin querer, ahora vuelta a empezar… me duele la cabeza.
Como no podía ser de otra forma, la presión se libera sola. Los miro fijamente mientras unas estúpidas lágrimas rasgan mis mejillas. A cambio, me devuelven los ecos desgastados de sus rostros interrogativos e irónicos. No les está gustando. ¿Qué es lo que no les convence?
Entonces alguien me sonríe, por un segundo. Quiero atrapar ese instante y retenerlo, aún sabiéndolo efímero por definición, pero es la persecución más patética del mundo y se me escapa, el esfuerzo me deja sin fuerzas… Alguien emite una exhalación que me araña la nuca. Soy demasiado consciente del tiempo que pasa y que me involucra en contra de mi voluntad, de cómo mi cuerpo se intoxica de tiempo en este momento que es, a todas luces, tan estático.
Rompo a reír. Me rompo. El público me observa en silencio, con mi risa reverberando en su incomprensión. Claro, es eso. Mis fragmentos descompuestos se dan cuenta de que ellos no entienden nada.
Cae el telón, pero nadie aplaude. Esa es la verdad.