"Maria Sacchi Reading" de Umberto Boccioni, 1907.

UN VISTAZO ESTRUCTURALISTA AL CLASISMO LITERARIO: EL CASO DE UN ESCRITOR URUGUAYO

En nuestra vida cotidiana asistimos a multitud de eventos culturales, generalmente en un ambiente social que invita a la conversación posterior, al comentario, a la crítica subjetiva que podemos trivializar, en resumen, en un «esto me gusta/ esto no me gusta» seguido de «porque…» y es aquí donde está el quid de la cuestión. Evidentemente, en un contexto social distendido y de ocio, estas argumentaciones y juicios partirán (salvo excepciones) de unos gustos propios, de cierta afinidad ideológica y/ o sentimental, de los patrones estéticos que tengamos idealizados o en general, como diría un romántico del siglo XIX, de nuestra conexión espiritual con la obra y sus implicaciones, más allá de poder o no llegar a explicar adecuadamente esto. Y hasta aquí ningún problema, pero, claro, una cosa es hablar de si algo nos gusta y otra es pretender hacer una afirmación categórica de que algo es o no bueno en base a una opinión, ya sea personal o incluso académica. Es entonces cuando nos encontramos con una pregunta difícil: ¿Podemos hablar de arte bueno y arte malo de forma objetiva?

Mi opinión es que no, ya que no existen unas reglas universales que nos digan qué es bueno y qué no. Centrándonos en la literatura, creo que hay que saber diferenciar entre calidad literaria y maestría en técnicas y tradición literaria (canon). Esta segunda parte será mucho más cuantificable y posible de determinar (en base a un punto de vista), si bien no estará carente de sus dificultades. A lo que vengo, podemos estar ante una producción que refleja calidad artística (que dependerá del sujeto que lo lea) y que no sea necesariamente canon ni acabe siéndolo. Un autor que ha levantado muchas pasiones contrarias en este campo es el afamado poeta uruguayo Mario Benedetti, quien es fuertemente atacado por escritores, periodistas y sociólogos, entre los que podemos destacar algunas citas:

«Caballero de sonrisa bonachona e ideas totalitarias, pero, sobre todo, un mal poeta, muy mal poeta» —Emilio Martínez Cardona.

«Benedetti es un escritor para consumo de la superficialidad y los aficionados a los lugares comunes» —Eduardo Escobar.

«Benedetti es un poeta de medio pelo al que una legión de indolentes con poca o nula experiencia lectora ha embaucado más allá de lo razonable» —Alber Vázquez.

Para ser comentarios venidos de artículos del ámbito profesional literario, a mi juicio se acercan más a simples rabietas poco argumentadas que a una opinión verdaderamente literaria. En la primera cita vemos que la premisa para juzgar su obra es un juicio político, por cierto, venido de sus colaboraciones con el gobierno de Fidel Castro, país en el que ejerció el cargo de director del Centro de Investigaciones Literarias de la Casa de las Américas. En la segunda crítica se lanza una acusación, cuanto menos clasista, hacia los lectores que consideren de agrado su obra, sin mayor comentario hacia la obra en sí. Y en la tercera cita ocurre igual que en la anterior, como si la única obra buena fuese aquella que es difícil o artificiosa, pues, si bien son rasgos a valorar, la dificultad no es un valor de la propia obra y la artificiosidad no implica embellecimiento en todos los casos, vaya, que de lo contrario escribiríamos todos en versos gongorinos. Lo primero que todas ellas tienen en común es el juicio de la obra a través del autor, en vez de referir a la propia obra para dar fuerza a la conclusión, que parece haber sido tomada con antelación al juicio. Pero ¿acaso no es cierto que Pablo Neruda hizo turbias confesiones en su propia obra? ¿O que Rafael Alberti aprovechó su condición de poeta para realizar actos moralmente deleznables en tiempos de conflicto bélico y político? ¿Y acaso alguien pone en tela de juicio su aporte literario? Otra discusión aparte merecería el dilema moral de la visión de conjunto y de las implicaciones que pueda tener una publicidad positiva, pero en cuanto a lo que nos incumbe, la postura es clara: la obra es en sí independiente.

Otro motivo es el que veníamos explicando antes, y es que habitualmente a Benedetti se le incluye en la generación del 45 junto a autores como Juan Carlos Onetti o Ida Vitale. Debatir si la obra de Benedetti es o no canónica bien sería una cosa distinta, pero la crítica citada, como ya he dicho, se acerca más a un llanto herido por razones externas que pretende ridiculizar la calidad literaria sin entrar a hablar de la técnica.

Y yo me pregunto ¿tan mala es la obra de una persona que conmueve a grandes masas? Obviamente algo debe funcionar, si bien decir «que emociona» sería ser reduccionista. Sin embargo, con un vistazo rápido enseguida apreciamos que la poesía de Benedetti se centra mucho en temas que fácilmente se pueden asimilar a connotaciones personales, lo que explica esa conexión que podemos llegar a sentir al reconocer la fuerza de lo cotidiano de nuestras emociones. Pero ¿no será que esta aparente sencillez hace que no veamos la complejidad subyacente que hay en hacer que lo complejo parezca simple? Para poner de relieve esto, he decidido hacer un análisis desde el prisma estructuralista de uno de sus poemas, Tormenta, escogido al azar. Así no será una mera valoración personal, sino que trataré de apoyarme en evidencias lingüísticas. El poema es el siguiente:

 

«Un perro ladra en la tormenta
y su aullido me alcanza entre relámpagos
y al son de los postigos en la lluvia

yo sé lo que convoca noche adentro
esa clamante voz en la casona
tal vez deshabitada

dice sumariamente el desconcierto
la soledad sin vueltas
un miedo irracional que no se aviene
a enmudecer en paz

y tanto lo comprendo
a oscuras / sin mi sombra
incrustado en mi pánico
pobre anfitrión sin huéspedes

que me pongo a ladrar en la tormenta».

 

En un primer vistazo nos damos cuenta de que se trata de un poema de rima libre, estructurado en dos tercetos, dos cuartetos y un verso aislado que actúa como colofón, todos ellos de métrica heptasílaba o endecasílaba, salvo el primer verso, que es eneasílabo. Si seguimos mirando, veremos que todas las formas verbales están en presente, por lo que el narrador, que está en primera persona, nos está contando unos acontecimientos en el mismo momento de suceder, sumándose este hecho al ritmo ágil y agitado que la narración poética consigue con sucesivas sinalefas, un encabalgamiento («se aviene / a enmudecer»), con el empleo del asíndeton («yo sé lo que convoca noche adentro […] a oscuras / sin mi sombra»), o la métrica elegida para servir al ritmo. Con esto último me refiero a que el gusto por la combinación de endecasílabos y heptasílabos, tan habitual en las variantes de la canción petrarquista (lira, silva, estanza…), no es fortuito, pues si atendemos al ritmo veremos que todos los versos heptasílabos se acentúan en la sexta sílaba y los endecasílabos en la décima, pero, además, los endecasílabos pueden acentuarse también en cuarta, sexta o ambas, sucediendo que en el poema que nos ocupa todos ellos se acentúan en sexta (y en muchos casos en ambas), consiguiendo una sinfonía rítmica constante en las primeras siete sílabas de todos los versos del poema. Así mismo, el ritmo de este poema tiene ciertas peculiaridades añadidas, como armónicos sobre la base rítmica que acabamos de comentar, y es que se sirve también del ritmo sáfico a la francesa en muchas ocasiones (acento en la cuarta y sexta sílaba), lo que apreciamos en los versos 4, 5, 7, 8, 10 y 14, así como en otros donde la voz narrativa podría derivarse en esta entonación (11 y 12). Otra peculiaridad es la constante contraposición del acento en primera y segunda sílaba, creando así una antirritmia al inicio de algunos versos (4, 6 y 9; y posibilidad estilística en 1, 2, 3, 7, 8, 11, 12, 15) que choca con la compleja musicalidad del resto del poema, generando tensión auditiva que colabora para conducir la lectura como una descripción en sí misma.

Volviendo al inicio del poema, se presenta la temática como girando en torno al aullido de un perro, pero enseguida encontraremos que el centro alrededor del cual gira todo parece ser el propio narrador (en primera persona), que se nos presenta como un observador circunstancial, como podemos observar en el empleo de los deícticos: «me alcanzaba», «yo sé» o «me pongo». Esto también se podría apreciar en que se hacen mayores referencias a personificaciones que al propio perro, que tan sólo es el móvil del poema, por ejemplo, en el verbo pronominal «se aviene», que realiza un incremento personal de «miedo irracional», remarcando de paso cierta oscuridad en la segunda mitad del poema (de la que hablaremos más adelante); en las sinécdoques «al son de los postigos» en vez de «al son del sonido de los postigos» o «su aullido me alcanza» en vez de «el sonido de su aullido me alcanza»; en el epíteto «clamante voz»; todo lo cual parece rendir a la creación de una personificación mayor, la del lamento del perro, siendo esta forma personificada la que interactúa con el observador propiamente, y no perro alguno.

De igual forma, existe una diferencia sustancial entre los dos primeros tercetos y los dos cuartetos, siendo esta primera parte más una función introductoria y con posibles ambigüedades, mientras que la segunda introduce cierta oscuridad semántica y sentimental. Esto se puede observar en las antítesis del primer terceto de la forma «aullidos/relámpagos —son» o «clamante voz— deshabitada», combinación ambigua que bien puede servir al embellecimiento estético del relato, o bien a una concordancia semántica de no reciprocidad, de reafirmar al ser que aúlla en su soledad plena mediante la búsqueda de la no soledad (especialmente claro en la segunda antítesis y en la metáfora implícita entre aullido y relámpago, cuyo ruido siempre ensordece). Pero es en los dos cuartetos cuando encontramos un cambio patente ya en el ritmo que explicábamos antes (será aquí donde encontremos mayor combinación de ritmo sáfico y ritmo propio con antirritmos), o el asíndeton que mencionábamos arriba, que generarán cierta sensación de vorágine. También aquí tenemos una antítesis («miedo irracional/ paz») que colabora con el aura que va creando el ritmo. Pero lo que más llama aquí la atención es el empleo de la metáfora y la sinestesia en un mismo sentido. Metáforas encontramos en la relación «oscuridad = pánico», que nos denota por tanto que la redundancia «a oscuras/ sin mi sombra» alude a otra metáfora en la que la sombra es aquello que no se proyecta ante el pánico, como por ejemplo la razón lúcida, la mente fría; y por último «anfitrión sin huéspedes = su soledad». Pero todo este despliegue semántico que circunda en torno a las emociones se ve coronado con la transgresión de la realidad con la sinestesia «incrustado en mi pánico».

El último verso, en el que dice aullar en la tormenta al entender todo lo que nos ha contado, expresa la estructura circular del poema, acabando con el inicio, y más aún, dando pie a una posible metáfora de los dos primeros tercetos, al abrir paso el narrador a la posibilidad de que, al igual que él se describe ladrando, quizá en las primeras líneas no se trate de un perro, sino de una persona, lo que convertiría todo el poema en una suerte de alegoría que habría que analizar de nuevo, tarea que dejaremos para un análisis formalista.

Hasta aquí ha quedado patente la complejidad interna de la obra y algunas posibles connotaciones que la demarcan de todo simplismo y superficialidad que se le achacaba. Evidentemente no es necesario hacer un análisis de este tipo para que algo nos guste o no, sino para dar cuenta de la técnica y las posibles estructuras de significado que se alojan en el texto. Pero, precisamente por eso, de lo único que podemos hablar a la ligera es de gustos, y no de calidad objetiva, la cual, incluso haciendo un análisis esmerado, siempre tendrá algún matiz ideológico o punto de partida. Dejemos los comentarios de gustos propios e ideologías para su ámbito correspondiente, seamos profesionales cuando alcemos banderas imperiosas sobre lo que es o no canon y repudiemos las continuas combinaciones ilícitas que se hacen de ambos conceptos.

 

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