Buenas maneras hoy, por The School of Life
Me chiflan los libros de etiqueta y buenas maneras: los escritos por expertos, por famosas (¿sabían que Liv Tyler había escrito uno con su abuela?), por diseñadores de moda y hasta por filósofos. Sí, lo que oyen. Un libro de buenas maneras escrito por gente que reflexiona sobre el sentido de la vida humana.
Si alguna vez han entrado en un restaurante solos y les ha dado miedo sentarte a comer, no se preocupen, es más o menos normal. Más o menos. Comer solos en público nos fuerza a enfrentarnos a los pensamientos que nos esforzamos en anular durante gran parte de la vida: nadie me quiere, soy indeseable, poco atractivo, objeto de ridículo absoluto, un monstruo asocial… insértese pensamiento según la madurez de la persona. Y, en una sociedad tremendamente adolescente, esa no abunda. Pero hay remedio. Nadie nace con la capacidad de quererse y soportarse a solas, tenemos que aprender a cuidarnos y, si tenemos que aprenderlo, es que se puede. Tranquilícense. Cuando entran en un restaurante, nadie les mira, nadie piensa en ustedes, a nadie les importa quiénes son; en el mejor de los casos, son tan invisibles como creen. Hagan de eso su poder. Son rebeldes y estar temporalmente aislados del vivir social les dará información que se niega a los que se sientan en torno a usted en charlas variablemente agradables con sus conocidos. Piensen, además, que sin solitarios como ustedes, el arte de Hopper no existiría.
¿Son de los que no saben decir que no? Y miren que es fácil: una palabra sencilla, dos letras, contundente y redonda en su final. N. O. Y, sin embargo, cuántos quebraderos de cabeza puede dar. Lo peor es que precisamente nuestra imposibilidad de decir que no es lo que nos hace especialmente peligrosos. Nerviosos, cansados, enfadados, acabamos diciendo que sí, pero nuestra presencia es un pozo negro de gruñidos y ofensa. O acabamos ofreciendo un no enredado en explicaciones sombrías y trágicas que rozan la mentira cuando no se alimentan exclusivamente de esta (¿cuántas veces habrán muerto cuántas abuelas por la incapacidad de sus nietos para decir que no?). O, peor aún, hacemos culpables a las personas que nos pidieron algo, que nos invitaron, de nuestra infelicidad: lo más injusto de la vida para alguien que quizá, simplemente, nos quiera. Una vez más, la forma de adquirir la sangre fría de decir que no es crecer, quererse, aceptarse y no saberse tan importante como para que la persona cuya invitación hemos de declinar no pueda vivir sin nosotros. Lo único que esa gente necesita es un hecho, una disculpa y algo de tiempo para rehacer sus planes. ¿Puede que nos odien un poquito durante un tiempo? Puede. Lean el párrafo anterior sobre los solitarios. ¿Nuestro objetivo? Ser como Phoebe Buffay y decir aquello de: «Me encantaría, pero no me apetece». ¿Puede haber algo mejor?
Una de las cosas que más odio y a la vez más me atraen de la vida son las conversaciones de ascensor. Esas preguntas absurdas sobre si llueve cuando alguien llega empapado o los comentarios sobre el calor que hace cuando estás sudando como un pollo. Pero estas charlas existen por una noble razón: evitar hacernos daño. Podemos ser simpáticos sin meternos en el atolladero de comentar las cosas que evitamos en la mesa (política, religión, valores éticos…) hasta con la familia. Y, además, nos permiten tener cierta información sobre nuestro interlocutor sin forzarlo a nada. El caso es que no dejan de ser insulsas. Pero lo cierto es que pasamos por alto que no es el tema el que determina la profundidad de la conversación. Igual que hay formas triviales de hablar de la muerte, puede haber formas significativas de hablar del tiempo. Y una mente despierta, seguro, puede educarse en encontrarlas. Quizá otro día hable del fabuloso libro La théorie des nuages, de Stéphane Audeguy, pero baste hoy decir que, si se puede escribir todo un libro maravillosamente estético sobre las nubes, es posible hablar durante cinco minutos sobre la lluvia dejando a todos un dulce recuerdo. Lo probé el otro día en un taxi. En vez de comentar sin más el cielo nublado, le conté al taxista cómo adoro los días de otoño en que el aire frío te acaricia la cara con la suavidad del terciopelo gris que parece el cielo. Tal vez pensó que yo estaba loca, pero me contó cómo eran los días de lluvia en su pueblo natal, al que no había vuelto hacía quince años. A lo mejor ese día también él volvió a casa con más calor en el corazón. Decidí que, a partir de ahora, todas mis conversaciones sobre el tiempo serán así.
La vida moderna está llena de angustias del primer mundo: querer terminar una conversación sin ofender, haber olvidado el nombre de alguien a quien quieres presentar, encontrarse con un ex el primer día que sales con un nuevo interés amoroso… Nimios, pero ilustrativos, estos problemillas reflejan, de hecho, los grandes problemas de la existencia social: cómo ser felices sin herir la sensibilidad de otros, cómo dar enhorabuenas sinceras o cómo ser amable sin ser sentimental. El caso es que seguramente lo que necesitamos para superar estas cosas no son recetas de buenas formas, sino una nueva filosofía que nos permita comportarnos con elegancia, con el fin de crear un mundo más amable y considerado. Ese es el ambicioso objetivo de un libro sobre buenos modales escrito por gente que reflexiona sobre el sentido de la vida humana.