«Young Boy Reading» de Moïse Kisling

¿Qué puede cambiar la literatura para los traductores? 3. 0

Hallábase este escritor en su humilde morada, en pleno paroxismo de sus incasables afectos negativos, cuando alcanzó a escuchar, entre tanto ruido, dos aserciones que, tal vez, hayan subvertido el orden de su vida —o, al menos, hasta que vuelva a andar por otro camino pedregoso, esa melancólica realidad de la que no se puede escapar. La primera, paradójicamente, fue un hálito de aire fresco y apacible, que aguzó sus sentidos y con presteza le robó una lágrima frente a la pantalla del ordenador. «Leer me salvó la vida; escribir le dio sentido», decía el literato Jordi Sierra i Fabra sentado frente a una audiencia famélica que devoraba sus palabras en silencio. La segunda, a manos de la traductora y doctora Itziar Hernández Rodilla, también versaba acerca de esta pasión ardorosa que une a unos tantos dentro del prodigioso mundo de la traducción. «La literatura cambia en sí misma […] y, también, al que la escribe y al que la lee o la escucha», un postulado que se incardina en las tendencias dominantes friedianas —no freudianas, evítese un desbarajuste— y que, en cierto sentido, hizo que este amante de las letras vislumbrase la fe que creía perdida.

Pero no se hable de él, que ya se ha recurrido a su faceta ególatra en demasía y a lo largo y ancho de otros artículos. Opínese, pues, de la literatura y sus dádivas, de los regalos divinos que algunos traductores osan rechazar —pero ¿no se habían vedado las lujurias del tarado escritor de estas líneas? Sea como fuere, cada uno barre para su casa. Las humanidades, entiéndanse como literatura, son el fiel aliado del traductor, quien ha de guiar al escritor por caminos desconocidos hasta llegar a su ansiado destino: una audiencia meta que anhela escucharlo y embeber su retórica. El mediador acaba convirtiéndose, inevitablemente, en escritor. Tal vez, estas palabras no son las más acertadas, pues nadie se convierte en eso que siempre fue. Traducir es escribir; escribir es traducir. Escribir, curiosamente, es un proceso translativo, una labor intralingüística que otorga forma al pensamiento y, por ende, a las ideas del bienaventurado creador. La traducción, en cambio, es un proceso interlingüístico per se, que implica dos idiomas y la sabia injerencia del traductor. Cualquiera que conozca y entienda estas artes no vacilará ni un segundo en decir que ambas son hermanas separadas al nacer. La traducción, desgraciadamente, quedó como la oveja negra de la familia, relegada a la retaguardia y repudiada de cualquier nombradía que permita al profesional vanagloriarse de su humilde creación.

¿Se ha errado en irse por los cerros de Úbeda? Parece ser que sí, aunque con delicada sutileza. Sea como fuere, el cometido de estas líneas no es más que reafirmar las palabras y, si mi poética lo consigue, robustecer la voz de Itziar Hernández, Erich Fried y Jordi Sierra, ser el eco de la verdad que nutra al traductor en ciernes y lo eleve al Olimpo de las letras. Y es que la lectura extensiva ha de ser el pan de cada día para cualquier traductor que se precie, agua fresca que lo libere de una sed eterna. Más allá de la lectura analítica propia del campo, la literatura salva al mediador de convertirse en un auténtico zote, aguza su capacidad interpretativa y nutre su léxico, su saber y su cultura. Dicha actividad, necesariamente proactiva y fruto del placer, no es más que el camino que debe recorrerse para gozar de las dádivas de una buena novela o un poemario. La literatura, pues, no solo acaricia los sentidos del traductor que viste de lector, sino también enciende la candela que el profesional necesita para zafarse de un estilo prosaico y un discurso burdo. El traductor, al igual que el escritor, se forja sobre los pilares de la literatura y la intertextualidad, para así glorificar su buen hacer.

En un mundo en que la información instantánea retoza vacua y mana a borbotones, se hace necesario un grito a los mil vientos que destrone a la insensatez, en aras de devolver a la traducción, a la literatura y a la lectura lo que es suyo. Este escritor se sabe ingenuo y un tanto candoroso al pedir tanto de un lugar en que se ofrece tan poco, pero las palabras, sus más fieles compañeras, lo han modelado así en su torno. Y lo han salvado del abismo, alfareras del saber, cuando lo creía todo perdido. No puede pretender, ya bien quisiera él, que todo traductor delire por la escritura y la lectura, pero sí hacer pensar a cualquier compañero de profesión que se sumerja en estas líneas. Que lo parta un rayo si intenta vender sus palabras, reflejo de los libros, como la panacea del trujamán, si bien así parece. Solo secunda, como ya se sabe por su declaración de intenciones, palabras ajenas. Esas que lo han cambiado, como la literatura cambia en sí misma. Como cambia al que la escribe y al que la lee o la escucha. Como ha de cambiar al traductor.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.