El hombre a partir del s xix, revestido del pensamiento romántico y, seguro, de su yo, de su individualidad, se adentra en una fantasía[1] de la que no ha despertado todavía. El yo romántico cree despegarse del cuerpo, que lo ata irremediablemente a este mundo y frivoliza, con su propia existencia. Desafía (él, que solo es posibilidad, finitud) la condición (eterna, y, por ello, imposible, inalcanzable) de los dioses. Está dispuesto a dar su vida por cualquier causa, se asoma temerariamente al abismo y sonríe. Está fantaseando: esa misma noche deberá buscar cobijo para protegerse del frío, un plato de comida caliente que llevarse a la boca y alguien que vele por su integridad, en caso de caer enfermo.
La insistencia en la masculinidad de este sujeto, soñador, no es caprichosa: la fantasía romántica es propiedad del hombre. ¿Dónde está la mujer mientras tanto? Sujetando los cuerpos que se precipitan por el barranco, curando heridas y preparando sustento. La mujer, lo femenino se ha visto obligada históricamente a sostener el delirio masculino. El hombre, que no ha invertido un minuto en el cuidado de los cuerpos, desprecia el suyo propio, no lo considera valioso. Al hombre le falta tiempo para arriesgar su vida, por cualquier causa, cualquier símbolo.
Al tiempo que se ocupa de estos cuerpos, irresponsables, que viven de espaldas a su propia fragilidad, a la mujer se le niega la condición de genio: es imprescindible para el arte, en tanto que musa, pero encerrada tras una eterna condición de objeto. Curiosamente, cuando las mujeres se sienten a escribir, no tendrán esa imperiosa necesidad de remitir al sexo opuesto en sus obras. La mujer, que se sentaba a escribir, no solo tenía que derribar todas las dificultades materiales (encontrar el tiempo libre, el silencio, la paz para el estudio), sino que, además, debía soportar la reprobación en bloque de toda la sociedad:
«El mundo no les decía como a ellos: escribe si es lo que quieres; a mí me trae sin cuidado. El mundo les decía con desprecio: ¿Escribir? ¿De qué sirve que escribas?»[2]
Al negar la condición de artista a la mujer, se negó un paradigma completo, una visión de la historia radicalmente diferente. La historia de la literatura, del arte, de la filosofía ha sido hasta ahora (época en que se empieza a reivindicar la perspectiva de las mujeres) la historia del arte, literatura y filosofía masculinas. También las guerras han sido masculinas, con la destrucción general que eso ha conllevado.
Para el momento histórico en el que las mujeres conquistan una «habitación propia» [3] los hombres ya habíamos elegido por ellas su lugar en el mundo de las humanidades. Desde entonces han ido conquistando un hueco, que se va haciendo más grande cada día, dejando en evidencia nuestra terrible irresponsabilidad. Impulsar espacios para el arte, hecho por mujeres, es un asunto de justicia histórica. Es escuchar el relato de la mitad de la humanidad que hemos (nosotros) silenciado hasta hoy.
[1] Concepto que tomo prestado, junto con otras ideas del texto de ALBA RICO, Santiago (2017): Ser o no ser (un cuerpo), Barcelona, Seix Barral.
[2] WOOLF, Virginia (1929): Una habitación propia, Madrid, Alianza.
[3] Ibid.