Zapatillas sucias. Restos de algo que parece ser vómito. Pisadas fuertes contra la chapa de metal de las escaleras mecánicas.
—Cuidado, muchachos, que viene a comerse el mundo.
Poco que decir. Miradas indiscretas que, por lo general, suelen importar más bien poco. Un ambiente cargado, como un verso fácil de una canción de rock and roll ochentosa.
Y sales a la luz de las farolas nocturnas y el viento fresco te golpea las pelotas y no sabes qué decir. Ni qué escribir. Ahí es donde suele residir el problema.
—Pasea, artista de los cojones. Busca inspiración. Consigue un contrato con TusQuets, gana el Planeta y fóllate a la hija de J. K. Rowling en los baños de la academia sueca antes de que te den el Nobel.
Hay que buscar siempre el término medio entre inspiración y realidad. Hazte un Thompson y escribe algo tan real como si te doliera.
—Ah, es verdad, que tu vida es aburrida. Una puta mierda. O quizá es que te gusta demasiado justificarte. Sí, vas a ver cómo es eso.
Haz el amor con las anfetas y madruga. Sí, las cinco y media de la mañana es una hora estupenda para teclear basura y tirarla luego por el inodoro. Pero sabes que no vas a hacerlo, así que ahí estás, recorriendo la ciudad buscando inspiración, buscando algo fresco nunca antes escrito. Un nuevo Quijote, pero esta vez sobre adoquines.
—No lo intentes, capullo. No lo hagas.
Observas. Andas y observas. Eso siempre se te ha dado bien.
Una señora de unos sesenta años se te acerca y te pide dinero. No se lo das, puto rata. La escrudiñas con aire de superioridad (un escritor medio borracho es siempre superior a cualquier otro mortal). No puede mover las facciones del rostro. Seguramente sea culpa de una parálisis producida por la edad. O por el caballo. Sí, seguro que es culpa del jaco. Echémosle la culpa de todo a las drogas.
Sigues caminando por aquella ancha avenida. La gente va a su aire. La ciudad es una colonia de narcisistas y habitáculos de veinte por veinte a los que llamamos pisos. O estudios. Decir que vives en un estudio en vez de en un puto antro siempre queda mejor.
Decides girar a la derecha y entrar en la calle comercial del centro. Está llena de artistas. El arte atrae al arte. Y allí te plantas tú, cortando con tu jeto de gilipollas el tráfico de personas, para buscar la inspiración entre aquella música mal tocada. Pero nada. Qué novedad.
—Si no quieres escucharme a mí, haz caso a Bukowski por una vez en tu miserable vida.
Retomas tu paseo rumbo a la gran plaza, el punto neurálgico de la urbe, y sigues observando. Todo son prisas. Mujeres que visten de verde y que protestan por algo que no te interesa, cincuentones con americana y chalecos feos que te juzgan con superioridad —tú qué coño miras, gilipollas— cuando te cruzas con ellos. Niños que tiran del abrigo a sus padres cuando se paran a mirar los escaparates de los centros comerciales. Hasta los niños tienen más prisa que tú.
Por fin desembocas en la gran plaza y vuelves a observar a tu alrededor. Gente comprando tabaco, indios ofreciéndote folletos para vender el oro que no tienes, turistas japoneses haciéndose fotos con grandes cámaras y tipejos con cazadoras de cuero acechando a esos mismos turistas y sus enormes cacharros.
Te sientas en uno de los poyetes del centro de la plaza y acaricias la libreta por fuera del bolsillo interior de la chupa.
—No te va a aliviar. El cuaderno nunca ha sido la salvación, es la eterna condena.
Por fin te levantas y vuelves a pasear. Te sacas un cigarro de la pitillera y te lo enciendes, que ya llevas quince minutos sin fumar y los tumores microcíticos de tus pulmones necesitan gasolina.
Te tropiezas con el empedrado y pegas un pequeño saltito. Un grupo de veinteañeras se ríen de ti y tú te sonrojas. Con esas ya no follas.
—Recapacita. Sé más inteligente que ellos. Hazlo.
Quieres cruzar la calle. Una pareja se besa en la otra acera. Seguro que lo dejan en menos de cinco días. Te resientes. Miras al suelo. Ves una frase de prosa sabinera barata en el paso de peatones. Te resientes más.
—Ya está casi.
Pegas una patada al semáforo. Que le den por culo a las avenidas. Coges la libreta, la tiras a una alcantarilla y escupes. Hora de irse a casa. Puto mundo.
—Ahora sí. ¿Verdad que no ha sido para tanto?
Buscas la boca de metro más cercana y piensas en tus sábanas calientes. Es la última vez. Sí, seguro.
—Mañana, a pesar de todo, volverás para buscar esa alcantarilla. No te engañes y no me jodas más.