Imagen extraída de Pixabay

Llanto por la muerte de Salud Martínez López

I. Muerte y Aceptación

Marca las diez menos diez

el reloj con su mirada,

deja soflama en la piel

la muerte con su baraja.

Que diez caballitos blancos

peinaban tu dulce frente,

frente hecha de pliegues blandos

que ahora me hace que tiemble.

 

¡Maldita la hora que trajo,

cual niño que corretea,

nubes de cristales blancos

hasta mi alma de Medea!

 

¡Que no abran aún las puertas!

¡Que callen los vendavales!

¡Que cesen los llantos de hebras!

¡Que no escuezan los cristales!

¡Que mil demonios me lleven

si no grito en los portales

que nadie hay ya que te espere

más que flores y cantares!

 

Te has ido abuelica mía

en la muerte como en vida,

luchando sin apatía

con las penurias en fila.

Que no lo tuviste fácil

y ni una queja te vi,

tus ojos decían: —casi

tu boca: —niño de mí.

 

La luna, tu confesora,

se guardó un trozo de tu alma,

por las noches se desploma

y lo atesora en su cama.

 

Levanto la vista al cielo

y diez caballitos blancos

surcan de nuevo tu pelo

y te cubren con su manto.

 

II. Su Recuerdo

Me caigo en los recuerdos ya vividos

como quien pisa en los charcos de barro

y se ahoga entre asuntos prohibidos,

soñando con veranos ya vencidos

en los que te conviertes en chaparro.

 

Chaparro de soberano sombraje

cuyas ramas a todos les extiende,

su fruta puede que no te agasaje

por el acerbo sabor a coraje

que camufla la verdad que pretende.

 

Y entre los recuerdos y las lecciones,

álbumes de sonrisas congeladas,

momentos eternos entre porciones

que se nos perderán por los rincones

de hastiadas memorias arrebatadas.

 

No, que yo no estoy en esta morada,

que estos muros de lamentos no me hablan.

Yo te guardo como perra callada

que de ladridos tú ya vas robada

y son estos ojos los que te arramblan.

 

No, que yo no estoy en esta morada,

que otros hados me empujan al vacío

donde no se oye el llanto ni la espada,

a los cuervos de oficio y voz trovada,

al carruaje negro y a ese gentío.

 

III. Su Cuerpo Vacío

Las calles gritan silencios

al son de las ruedas lentas.

Asoman los poderosos

contemplándose las venas,

que todo llega a destiempo

y a veces nada nos llega.

Repican ya las campanas

dando la trágica nueva:

—¡Ha muerto doña Salud!

y con ella toda una era,

—…la de la calle teatro

y de caretas se llena.

Cuánta miseria el quererte,

abuela, de esta manera,

yo con los ojos nublados,

tú con tu cuerpo de piedra.

Cuanta miseria el quererte,

abuela, de esta manera,

yo con las manos cansadas

de escavar sobre la arena,

buscando un rastro olvidado

de motivos que no llegan,

tú, desprovista de ser,

tú, desvanecida y ajena,

tú, que no escuchas mi llanto

de temblores sobre la arena.

 

IV. La Rabia

Yo te canto callado

como el rocío sobre la hierba,

como los pies que ya no caminan

en el sendero que nos gobierna,

ese sendero vacío

que tu sabías cómo se llena:

creando pausas en la memoria

que me hagan querer que vuelva,

que me hagan querer sangrar

si la razón se revela,

con los ojitos claros

y anegados de niebla.

 

Cantarán los verderones

petirrojos y chichuecas,

que no hay canto que calme

esta angustia que nos dejas,

angustia de quererte

como las raíces a la tierra,

que falla el suelo que piso

desde que tú no lo sustentas,

que escuecen los vendavales

que tu nombre me recuerdan.

 

V. La Despedida

Llegará el frío

y vestirán los almendros de blanco,

el tiempo con su prisa desmesurada

empujará a las aves

y encenderá las lumbres.

Y al calor de su intimidad

mantendré viva la llama

con estos versos como estandarte

del recuerdo de tu sendero,

del recuerdo de tu dulce voz enmascarada

entre espigas de paja.

Y llegarán otros inviernos,

y te llevaré, y te llevaremos

como quien guarda una espada,

siempre bien cerca

porque haces falta.

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