Me estoy muriendo. Noto la savia avanzando cada vez más lentamente por mis vasos leñosos, con un pulso ralentizado, un latido enfermizo. La muerte me ha rozado con su cola en numerosas ocasiones y aun así noto algo distinto este invierno, mi final se acerca. En estos tiempos de cambio, la ternura torna en crujidos, la brisa en aliento, los colores se vierten sobre el vacío y las pisadas, los graznidos, se pierden en el silencio. Bajo la manta tupida y nebulosa que cubre este valle, dormitan miles de criaturas. Presiento sus movimientos aleteantes, cómo rebullen de vida en su quietud y cómo me rodean, alimentándose, arrastrando sus cuerpos viscosos sobre mi superficie. Cuando mi corteza torne inerte y abandone este organismo, dejaré una cáscara hueca que con el tiempo acabará acomodándose a la sustancia de cada uno de los entes que ahora me acosan.
Hubo una época lejana, que ahora me cuesta evocar, en que yo era minúsculo, un mero brote rebosante de vida. El sol relucía de una manera distinta, más intensa sobre mi piel, frágil como un folio. El viento me sacudía como un huracán permanente. Y yo empleaba todas mis energías en alzarme sobre mí mismo. Inocente, quería descubrir qué había un poco más allá, tras aquella colina. Estiraba mis hojas hacia el cielo y las raíces hacia las profundidades de la tierra. Y en estas dos direcciones confluía mi obtusa ilusión por la existencia. Ningún otro pasatiempo ocupaba mi mente, ni ninguna otra preocupación me causaba mayor insatisfacción e impaciencia que la incapacidad de crecer con más velocidad. Desdeñaba cada áspero segundo que el tiempo me entregaba con reticencia. Ahora, los segundos rehuyen de mí, desprendiéndose como hojas de otoño. Mas esta estúpida ansiedad por crecer se vio eclipsada tiempo después, cuando llegó una luz más deslumbrante y poseyó todo mi universo y mi historia.
La luz apareció, bajo la forma de una niña, una mañana fresca de marzo, con el pelo trenzado y las mejillas rojizas. Se acercó desde las senda con su paso ingrávido y de entre todos los robles de la hondonada fue a posarse sobre el regazo de mis raíces, como una mariposa juguetona. Día tras día brincaba hasta la sombra de mi copa y se deleitaba con sus lecturas, a veces un par de horas, otras veces tardes enteras. La cadencia dulce de su voz me acariciaba con infinitas historias y cuentos. Con el tiempo aprendí a reconocer la intrincada pauta de letras que poblaban las hojas. Recuerdo de manera especialmente vívida su caligrafía redonda, que adornaba la tapa interna de los libros con una sola palabra: Fiona.
Su aroma a naranjas y almizcle embotaba mis sentidos y cuando su tierna espalda empujaba contra mi tronco deseaba con todas mis ganas sostenerla entre mis tallos. Y ella me adoraba. Se entretenía rozando mis hojas, robando mis bellotas. Con sus fábulas conocí el mar y los barcos gigantescos, los cuartetos de cuerda y las extrañas costumbres del hombre; las lágrimas y los viajes de aventuras con un héroe, un monstruo y una amada. Con ella descubrí el amor y la pérdida. A medida que se fue convirtiendo en una señorita, comenzó a venir con menos frecuencia. Y los periodos de tiempo que pasaba sin verla los recuerdo como un tembleque continuado: no podía pensar en otra cosa que en ella. Y cuando ella volvía a mi lado, no tenía manera alguna de expresarle mi amor, de quererla. Hasta que un día fue el último. Y ojalá hubiera sabido que era el último porque quizá habría inspirado más profundo su aroma o percibido con mayor intensidad el tacto de su piel. Fiona se fue. Y yo solo pude quedarme, y aquí sigo.
Pero no he estado completamente solo todos estos años. He sido padre y hogar para muchos hijos, todos han venido y se han ido, a todos los guardo en la médula de mi tronco. Varias generaciones de mirlos han habitado mis ramas. Una vez, incluso una colmena de abejas. He sido madriguera, refugio de ardillas, templo de transformación de lepidópteros. Y he vivido para contarlo, y les he ayudado, ha servido para algo. Pero no puedo evitar pensar que todo habría sido igual si yo no hubiera existido. Simplemente se habrían alojado en cualquier otro árbol, unos pasos más allá. Y de cualquier manera, ¿qué hacemos aquí?, me preguntaba pasada mi juventud. ¿Qué sentido tiene que estemos aquí? ¿Por qué somos como somos, grandes y silenciosos? Milenarios pero mudos. Paralíticos, estatuas, observadores congelados no en el tiempo sino en el espacio. Y, sin embargo, vulnerables a cualquier peligro.
En un tormenta, los árboles como yo somos el centro de la diana y los rayos siempre aciertan el blanco. Cuando las nubes se arrugan y se concentran, comienzan a retumbar los rugidos al fondo del horizonte y por más que intente empequeñecerme, huir, esconderme, permanezco aquí plantado, bajo el cielo abierto. Cuento los segundos por cada trueno, pues Fiona me explicó aquella vez que quedó atrapada en mitad de una tormenta, teniéndome a mí como único resguardo, que contando los segundos y efectuando un cálculo de lo más simple se puede estimar dónde ha caído el rayo y por tanto cuánto queda para que llegue aquí la tormenta. Pero la mayor parte de las veces no llega. Excepto una vez. Aquella noche trémula y oscura como un cuervo cayó sobre uno de nosotros. Agradecí a los nimbos no haber sido el desafortunado pero aun así sentí que había perdido una parte de mí. Aquel otro árbol era mi hermano y yo no me había dado cuenta hasta entonces.
Tan cerca y a la vez siempre perdido en otra parte, había pasado por alto que vivía entre una gran familia. Que la semilla que me había engendrado venía de allí y que debía abrazar a mi pueblo y mis orígenes. Pero, una vez más, me di cuenta, no podía abrazar nada. No podía abrazar. No podía hacer nada en absoluto. No importaba que hubiera comenzado a apreciar a los míos porque jamás podrían enterarse. El silencio, aunque más o menos solemne, siempre permanece siendo silencio. Y yo quieto. Aquí quieto. No me he movido y no puedo moverme. Pero si pudiera volver y repetir cada momento y vivirlo más intensamente… Es igual, porque no puedo cambiar todo esto. He sido quien he sido y las cosas son como son. No puede remediarse. Me estoy muriendo y no sé durante cuánto tiempo puedo seguir haciéndolo.