Dos sillones negros rellenan la sala de consultas mientras repica una lluvia intermitente en la ventana.
—¿Cuánto tiempo lleva con este problema?
—No puedo recordarlo, pero deben haber pasado unos 10 años desde la última vez. Produce en mí una gran frustración, ya que siento con normalidad, padezco y sufro con normalidad. Evidentemente la gente a mi alrededor me tacha de insensible, frío, inhumano; cualquier persona cabal lo haría. Esto no hace sino redoblar mi angustia. Evito a propósito momentos de gran emoción para no dejar al descubierto mi secreto. Suelo encontrar con facilidad excusas para esquivar entierros, bodas y películas sentimentales pero la noticia del fallecimiento de un conocido me pone de nuevo frente al espejo, a la vista de todo el mundo.
Mi cuerpo me procura una aparente barrera contra la infelicidad ¿por qué motivo? Yo nunca solicité tal cosa. Es ese exceso de celo el que me impide superar mi tristeza. Va conmigo a todas partes pero no hablamos y es obvio que no me comprende. En los últimos años he hecho por entenderlo y he de reconocer que nuestra relación ha mejorado. En ocasiones, si presto mucha atención, puedo llegar a escuchar sus quejidos y lo siento vibrar de alegría cuando salgo a hacer ejercicio. Las desdichas de mi infancia, ya superadas hace no tanto por mi parte consciente, parecen encalladas en un cuerpo que decide cerrarse en banda para cercar el dolor, para dar sensación de aparente imperturbabilidad. Una tempestad truena en mi interior pero no alcanza a conmover las paredes de mi carne. No, estoy destinado a la eterna incomprensión…
A medida que hablaba el nivel del agua subía tranquilamente; se amontonaba como agua de lluvia, mezclándose respetuosa con las pelusas del esquinazo más lejano de la habitación. Desde fuera era una pecera de ladrillo, con los rechonchos sillones negros flotando de un lado a otro. Un hilo rojo con las últimas luces del sol alcanzaba a atravesar el cristal hasta la pared opuesta, deslizándose sobre el agua, dando impresión de mar preso entre cuatro paredes. Las cuencas de sus ojos se habían oscurecido hace rato, ya cansadas, y solo un poco más abajo las mejillas empezaban a arrugarse de pura lágrima empapadas.