Julio Castro

El color del arte en los años grises

No soy experta en arte. No soy, de hecho, experta en nada. Bueno, eso es una exageración, es verdad. Pero en lo que, desde luego, no soy experta, es en arte. Y, sin embargo, me gusta. Soy de las que puede decir de un cuadro: «¡Qué bonito!» —ganándose con ello las miradas de odio de cualquier artista al alcance de sus palabras—, y no sentir ni culpa ni la más mínima necesidad de aclarar por qué me lo parece más allá del «a mí me gusta».

Dicho esto, entremos en materia. El 23 de octubre estuve en la inauguración de la exposición antológica que se dedica en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Complutense a Julio Castro de la Gándara (1927-1983), pintor y profesor de la casa. Se muestra apenas una ínfima parte de la producción del artista (unos cincuenta cuadros y dibujos), aunque una proyección de diapositivas permite disfrutar de unas seiscientas obras más. Todas muy diversas, todas excelentes. Y ¿qué puedo decir? La encontré muy bonita, la verdad.

No, en serio. Es siempre un placer descubrir a un artista. Pero resulta aún más placentero cuando son sus cuadros quienes te lo descubren. Entrar en la sala de exposiciones y encontrar toda una serie de estilos, llamativos colores y formas definidas al lado de cuadros oscuros y formas difusas, te hace sentir que te puedes ahorrar más de un museo. Acercarte a un cuadro presidido por una alegre mujer vestida de rojo en medio de un ambiente que refleja la modernidad de la época en que se pintó y, sin saberlo, estar segura de que el pintor amó a esa mujer es algo que no sucede a menudo.

Es más interesante aún cuando reconoces en los cuadros, además, lugares y montones de personajes que marcaron «los años grises» del título. Las fuentes de Roma, las playas baleares, las costas italianas, los «grises» en sus actitudes emblemáticas de acobardar a la población, Picasso varias veces, el Águila americana sobre los palestinos, Kim Il-sung en manos de quizá el primero de los desfiles nacionalistas coreanos, Cinzano, las primeras películas queer, Moshé Dayán… Algunos de sus cuadros me recuerdan los collages que mis tías hacían con imágenes de la guerra de Vietnam para vender en las protestas que organizaban de estudiantes. No, no estoy quitando mérito a Julio Castro, sino dándole el de la protesta con la elegancia del arte.

Dice su hijo Julio que aprendió de su padre que el arte es «inexistente sin compromiso» y subraya la presencia de la reivindicación social y la defensa de los derechos de los demás como una constante en las más de mil obras que se conservan de su padre. Comisariada por el historiador del arte Jaime Brihuega, profesor de la Facultad, la exposición muestra esta faceta del artista con la intención de devolverlo «al lugar que le corresponde en la historiografía del arte», una reclamación que viene apoyada por la sintonía de Julio Castro de la Gándara con su tiempo y por su conocimiento profundo de las tendencias internacionales más vanguardistas de su época. Resulta extremadamente emocionante, asimismo, que el pintor Pedro Terrón, hoy profesor en la Facultad él mismo, recordase a Julio Castro de la Gándara como maestro. Un profesor muy liberal en cuanto a los temas que, sin embargo, consideraba necesario el perfecto dominio de la técnica para poder transmitir el arte.

La exposición El color del arte en los años grises se podrá ver en la Facultad de BB. AA. hasta el 8 de noviembre. En paralelo, se ha reunido una pequeña colección de ilustraciones del artista, que se mostrará en la librería-bar Vergüenza Ajena, en el barrio de Chamberí. Con ello se pretende dejar huella también del peso de la ilustración en la trayectoria artística del pintor, publicada en numerosos libros y desaparecida gracias al gran aprecio de los editores a la obra original, que decidieron quemarla porque ocupaba espacio. Ejem.

Es curioso averiguar que has visto antes algunas de estas imágenes en algún libro infantil de los que rondan las librerías de viejo. Pero también descubrir la afición del pintor por la esgrima gracias a sus autorretratos y, una vez que le has puesto rostro, descubrirlo una y otra vez en los centauros que cabalgan por sus cuadros. Poner cara, poner vida, poner color a alguien que no has llegado a conocer (aunque te enteras de que es su estudio el descrito en aquella novela que leíste una vez) es algo que te permiten sus cuadros solo si el pintor los ha hecho hablar y tú te has parado a escuchar… ¿Ven como era muy bonita? Y, si no acaban de creerlo, acérquense y juzguen ustedes mismos.

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