Si habéis llegado hasta este punto de la serie, ya habréis descubierto que, al contrario de lo que prometía en los primeros episodios, Bojack Horseman no es una simple sitcom. Y, si no, os animo a reservar apenas veinte minutos de vuestro día para ver esta maravilla de la que voy a hablaros, que no necesita al resto de la serie para existir como pieza cinematográfica. He de confesar que escribir de esta famosa producción sobre la que ya está todo más que dicho me infunde algo de respeto, pero permitidme intentarlo. Hoy me apetece hablaros sobre el que, a mi parecer, es su mejor episodio: Un churro gratis.
Me daré prisa con las presentaciones. Unos escasos minutos de flashback hacia la inestable infancia de Bojack y su tumultuosa relación con sus padres hacen las veces de prólogo. El resto del episodio se desarrolla en torno a un único personaje y en un único espacio; Bojack Horseman dando un panegírico en el funeral de su madre. Uno peculiar, he de añadir, pues no tiene nada que alabar de la mezquina mujer que proyectó sus frustraciones en él y lo repudió durante los 54 años en los que ambos coincidieron en vida.
Luis Bajo, merecidamente premiado, interpreta de manera prodigiosa un guion que levanta todo el episodio por sí solo, sin ayuda de una buena fotografía o una banda sonora. Ya en las últimas temporadas, la serie fue alejándose poco a poco del típico humor millennial, que consiste en reírse de las desgracias propias, para dejar al público con una sensación amarga al final de cada capítulo. Porque, pasado un tiempo, estas situaciones empiezan a oler a podrido y son tan reales que ya no tienen gracia. Cuando empecé la serie, no esperaba que me propinara este mazazo psicológico. Sé que suena a chiste si os digo que el protagonista es un caballo de dibujos animados con la voz de Charlie Sheen, pero consideraos advertidos: esta serie es capaz de desgarrarte por dentro.
Conforme iban avanzando las temporadas, la consciencia de Bojack sobre su comportamiento autodestructivo se ha ido asomando, pero en este episodio, por fin, aparece por completo. Admite que no es más que un alcohólico depresivo al que nunca le han dirigido un gesto de aprecio y que se cobija en la televisión para buscar esa falta de cariño en la aprobación de un público anónimo. Que lo único que había añorado durante toda su vida era que su madre se sintiera orgullosa de serlo o, al menos, que admitiera que le importaba. Un gesto, por pequeño que fuera. Pero la muerte de una persona con la que tiene un vínculo tan destructivo no le sirve de redención, sino de tara. Porque esa misma mañana, antes de ir al tanatorio, pasó a comprarse algo de comer y la camarera le regaló un churro cuando descubrió dónde se dirigía. Y en ese gesto había más consideración que la que había tenido su madre con él en toda su vida. ¿Cómo iba a alabar a la persona que lo convirtió en ese despreciable ser? O, quizá, utiliza esta situación familiar como una excusa para justificar su cuestionable comportamiento hacia sí mismo y la gente que lo rodea. Quizá todo el mundo es responsable de sus propias acciones y él no hace nada por dejar de ser una mala persona. ¿Existen acaso las «buenas personas» y las «malas personas»?
Si hay algo que aprecio de esta serie como nunca lo he hecho en ninguna otra es el final de sus episodios. La música de los créditos es siempre la misma, pero las sensaciones que provoca son completamente opuestas de un capítulo a otro. En este, el primer acorde de la cancioncita te deja la respiración pesada. Es normal, acabas de ver a una persona que siempre parece que ha tocado fondo y, de alguna forma, se las apaña para caer aún más profundo, abrirse en canal. Si pudiera pedirle algo a los guionistas, sería que el final de esta última temporada le haga honor al resto de la serie de la misma forma en la que lo hacen este tipo de episodios. Que, cuando escuche por última vez la canción de los créditos, tenga la misma sensación que cuando tenía doce años y, escondida bajo las sábanas para que mis padres no se dieran cuenta de que estaba leyendo, terminaba novelas juveniles de aventuras al estilo de Harry Potter: la sensación de que es el final.
«Oye, mamá, da un golpe si me quieres y te importo, y si logré hacer que tuvieras una vida un poco más alegre».