Aquarela de Viktor Kossakovsky

Los Alpes sin invierno

Leslie Stephen ―biógrafo, intelectual, progenitor de Virginia Woolf, pero ante todo, alpinista― publica, en 1871, la compilación de ensayos The playground of Europe. Recientemente, la editorial Siruela ha lanzado una reedición de tres de sus ensayos, y así ha sido como he ido a toparme con Los Alpes en Invierno, y, salvando el dramatismo, ya no me siento la misma. La prosa romántica, casi lírica, desborda las páginas con sus paisajes, sus imágenes de lo que parecen otros mundos, sus ideas vastamente filosóficas y con sus recovecos metafísicos, que parecen llenar la habitación en la que quiera que estés leyendo de árboles, aire fresco y quietud; con Byron, Percy Bysshe y compañía, tomando un bocadillo junto a ti y charlando animosamente.

Toda la tierra sobre la que te sostienes es solo una isla entre las nubes. Y esta isla de piedra y agua cristalizada se ilumina con la luz, caleidoscópica y fragmentada, de la puesta de sol. Hay dos maneras de comprender este estado en el que te encuentras: al borde de un precipicio inverosímil o un peldaño por debajo del Monte Olimpo. «Solos estábamos ante la cúpula poderosa: deslumbraba el brillo del sol, y los aludes, dormidos, hacían guardia en sus aristas» (Stephen, 2018).

Hay cierta noción imprecisa que permanece inquebrantable junto a uno tras un paseo por la naturaleza. Y por muchas otras actividades en las que te veas envuelto, un fantasma te acecha, como una tira de negativos que reside en el polvoriento trastero de tu mente, con unos bordes nítidos y vibrantes, toda una cadena de impresiones y formas diluidas. Parece inaudita la concreción del esqueleto que une aquel lago azulino con la bóveda de árboles de hoja caduca; con los rápidos esbozos mentales de las cordilleras gélidas que se despliegan más tarde frente a ti.

Acomodamos la vista, la transformamos para poder procesar la sobrecarga de detalles de los que somos testigos. Prestamos atención a ciertos puntos, ciertas capas de la imagen; sobrevolamos los brochazos de color para toparnos con determinadas formas aisladas. Nos llevamos la imagen que nosotros mismos hemos visto; que no se asemeja ni la mitad a lo que realmente estaba ahí expuesto ante nuestros ojos.

Pero, también, la vista nos transforma a nosotros. «La estructura ósea, la pesada carne y la sangre torpe que arrastraba yo por las calles de Londres, con paso lánguido, han sufrido una extraña transformación, y encaro la monstruosa pendiente que se cierne sobre mí, sin ser casi consciente del esfuerzo» (Stephen, 2018). Recuerdo ciertas indicaciones que recibí por parte de mi profesora de teatro sobre cómo interpretar ese momento en el que llegas a lo alto de una montaña, y la mejor manera de describirlo es que te amplías, te abres; todo tu cuerpo se expande: tu pecho, tus ojos, te llenas y te prolongas, en un vano intento por reproducir lo que ves. Y esta ampliación entre los distintos tejidos que te conforman ya no desaparece. Por lo contrario, parece ir incrementando cuantas más cumbres coronas. Parece como si, en tus brazos y tu abdomen, se engendraran valles kilométricos por cada uno que observas, y que el inmenso espacio que hay entre ti y las cosas que observas allí abajo es la misma distancia que ahora sientes en tus muslos. Pero, claro, todo esto se acaba, al final acabas volviendo a bajar.

La melancolía inherente de estos recuerdos se agrava cuando las cumbres más cercanas a la Sierra de Guadarrama, que se adivinan allá, al fondo, en el horizonte desde Madrid, se sitúan demasiado lejanas. Con esto no me refiero a geográficamente lejanas, sino por estar completamente desconectadas de tu vida real. La vida que sigues entre carreteras asfaltadas, el jadeo asmático de los autobuses, el titilar de los escaparates que te rodean, como un laberinto de cristal ―perdón, de plástico―, el silencioso zumbido eléctrico que nunca calla, que vocifera a los cuatro vientos y aumenta ostensiblemente cuando tratas de ahogarlo.

Y es que no me imagino cómo yo misma soy capaz de aguantar entre las hordas de cuerpos palpitantes que me acompañan en el metro, sin huir horrorizada a las cúspides o los valles. Esta vida que vivimos, sedentaria y gris, va necesariamente ―imperativamente― ligada a un impulso de vuelta a lo salvaje, a una tensión que nos exige que regresemos a aquel solitario paraje de cielo abierto, en el cual un pájaro bendecía la impresión fantástica con una serenata.

«Hasta el paisaje más asilvestrado, que es el que de veras se disfruta, recibe parte de su encanto de un sentido oculto, la vida humana a la que ha dado forma en sus múltiples manifestaciones sociales» (Stephen, 2018). Los paseos por el bosque, la montaña, no han de ser asociados erróneamente a la soledad, por el contrario, los reconozco como el lugar más fértil en el que experimentar conexiones vitales con otros humanos.

Y, después de esto, ¿no te apetece ir? Vivir lo que sea que te espere más allá de los muros de ladrillo. Reconozco, ciertamente, esta fogosidad silvestre en la juventud que me rodea. Los cambios que están tomando forma bajo nuestro influjo, tanto cambios reales en la forma de vida que elegimos como de ideología o de posicionamiento ético ―esta concienciación de la crisis climática, que tan fuerte resuena en nuestras entrañas―, traen un acompañamiento melódico. Una cancioncilla nos recuerda la vida que nos perdemos, la vida que estamos perdiendo a cuentagotas.

Si de algo puede servir un viaje fugaz al campo es de remembranza. Los paisajes rurales devastados suelen ser los que causan un mayor impacto visual tras un desastre natural; las rutas de montaña, plagadas de basura; la tierra junto a las carreteras, inundada de microplásticos; los paisajes de bosques enteros abrasados que incrementan en nuestro país año tras año. No se puede ir a la naturaleza haciendo ojos ciegos. Se pueden reconocer los síntomas en cada recodo, solo tienes que estar atento. Los ensayos de Leslie Stephen tienen su relevancia en relación con la actualidad en tanto que establecen un vínculo afectivo entre el lector y la naturaleza. Ya son bastantes las generaciones que se han lanzado a la aventura de recorrer los Alpes, simplemente inspirados por las palabras de este autor.

Los aleccionamientos, las exposiciones de datos, los arrebatos de ira no parecen estar funcionando para que a la gente le importe lo que pasa. Aun así, hay pequeños arranques de puro arte que consiguen inducirte esta sensación de angustia que tanto necesitamos ahora mismo. Aquarela (2018), por ejemplo, es una película bastante efectiva a la hora de incitar a este horror que causan las imágenes de la destrucción, causada por el cambio climático. Se trata de un documental inmersivo, inteligente y cautivador, en el que se siente la magnitud de la ofensa. Los enormes trozos de hielo que repican al caer sobre el mar suenan como explosiones y los coches caen, uno tras otro, en los pozos sin fondo que hay bajo el hielo, que se resquebraja de manera antinatural y completamente prematura, tragándose todo lo que encuentra, sin importar las vidas que se pierdan en el proceso. Y el espectador observa la pantalla, con el corazón en un puño, ve personas de verdad muriendo de verdad por causas directamente relacionadas con el cambio climático. Y suplica por que eso no esté pasando o, más bien, ya haya pasado, pues la crudeza con la que se viven los acontecimientos despierta algo en ti que, como mínimo, te llena de amargura y, con un poco de suerte, te hace replantearte la forma en la que vives y las acciones que podrías emprender.

Otro ejemplo, uno tan magnificente que casi me siento indigna de mencionar, es The Overstory, la novela de Richard Powers que versa sobre la vida de los árboles y la conexión que tienen con las personas. El marco desde el que se sitúa la narración, supera la existencia humana, presentando a los árboles como dioses monolíticos preternaturales. Las vidas humanas van y vienen, pero los árboles solo se alzan sobre sí mismos, se extienden; sobreviven durante miles de años, los que tienen suerte; sortean talas, incendios, tsunamis, sequías, enfermedades. Y nosotros solo podemos contemplarlos durante un breve retazo de su existencia, a veces unidos a ellos porque aquel árbol lo plantó mi abuelo o bajo aquel otro leí por primera vez mi novela favorita. Es una buena cura de humildad para los que van por la vida como si no fuéramos simples microbios, frente a la colosal naturaleza que nos envuelve en su manto. «This is not our world with trees in it. It’s a world of trees, where humans have just arrived» (Powers, 2018).

Pero, querido lector, si puedo pedirte algo, es que consigas Los Alpes en invierno, hagas una mochila rápidamente y salgas a recorrer la primera montaña que veas con el libro bajo el brazo. Que encuentres una piedra sobre la que acomodarte y disfrutes del frío y leas. Y, a lo mejor, te impacta tanto que tú mismo vas a los Alpes, decidido a vivir la experiencia. Y te lo recomiendo, pues va quedando poco invierno que disfrutar, y sin él no sé muy bien qué va a ser de los Alpes.

«En las primeras crestas hay unos pinos recortados contra el cielo que se acercan al disco del sol y quedan de repente transformados en plata fundida; o bien la nieve que hay en la cara más cercana del monte, pálido como la muerte, se ilumina cada ciertos tramos con intensos resplandores como si una lupa gigante proyectara los rayos del sol sobre los picos» (Stephen, 2018).

 

BIBLIOGRAFÍA

Powers, R. (2018). The Overstory. New York: W.W. Norton.

Stephen, L. (2018). Los Alpes en invierno. Madrid: Siruela.

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