Anoche estuve pensando en nosotros, pero sobre todo en ti. Mientras intentaba recordar dónde había posado ese maldito papel, encontré tu foto, ya pálida, entre el desmesurado caos de mi nave del tiempo. Este iba a ser, en teoría, el lugar de las cartas, fotos y dedicatorias de final de etapas. Ya sabes cómo funcionan las cosas en casa, en fin, aquello terminó siendo un batiburrillo de estuches, cuadernos viejos acabados y otras tantas cosas más. No encontré allí nada de lo que fui a buscar, pero sí vi tu foto. La cogí, nada sorprendida —hacía no mucho que la había visto en algún marco de la sala de estar—, pero sí conmovida. Me quedé observando la esquina superior, doblada y llena de arrugas blancas. No pude no llorar. La idea de escribirte esta carta lleva, al menos, tres años macerando; nunca supe por dónde ni cuándo empezar; esas lágrimas marcaron el camino, guiando estas palabras. Lo primero es pedirte perdón, nunca debí dejarte perder al balón prisionero aquel día.
Cuando teníamos diez años, una de las mañanas de domingo en las que fuimos a cambiar cromos a la tienda de arreglos de ropa de la señora Merceditas, me crucé, por el camino, con Pedro, el Pecas; y aunque tú ibas unos pasos detrás de mí, y habiéndote visto, decidí acercarme al grupo de Pedro y sus amigos. Supuse que no te importaría que me quedase con ellos, y sé que no lo hizo, pero no está bien ser indiferente con la gente que te muestra aprecio. Tú no te acercaste al corrillo, nunca te resultaron graciosos los aedos de hazañas veraniegas, además, era un veintitrés de septiembre demasiado caluroso; no era buen día para aguantar a aduladores, sin duda, debí haberme ido contigo en vez de quedarme a escuchar, en ese corro, las aventuras de un niñato de doce años. En mi defensa diré que, esa mañana de domingo, no vi ningún indicio en el ambiente, ninguna señal del destino que me aconsejase no sentarme allí. La plaza se mostraba más sincera y tradicional que nunca, el bar de Julio resonaba con las carcajadas traviesas de un grupito de amigos, muy devotos, que acaban de salir de misa; las calles, que daban al parque, amarilleaban más que nunca, aturdidas por el peso del incesante sol, y, como si fuese una decisión de los astros, todos los vecinos charlaban emparejados en grupos de dos o tres personas. Unos llegaban del mercado, otros ya salían de él, mas todo parecía haberse alineado perfectamente para dar una tregua a los chavales del barrio, permitiéndoles sentarse allí, entre los que yo también decidí estar.
Vanesa estaba, como siempre, sentada a mi vera. No dio crédito cuando escuchó mi nombre en boca de su chico de culto; que llamase a su mejor amiga fue para ella como si su hombre de ensueño hubiese salido de su mente para mostrarse, a modo de trofeo tangible, aunque este le perteneciese a su mejor amiga.
—Carla, cuando revele las fotografías del verano, te las enseñaré a ti la primera.
La voz profunda de Pedro, interrumpiendo su relato para dirigirse a mí, me pareció sincera en ese preciso instante. Y eso que, a mí, por aquellos tiempos, lo único que me atraía de él eran las historias y fotografías de sus veranos aburguesados.
—Vaya, no sé que decir, me encantaría—contesté, realmente entusiasmada y algo atontada por el revuelo que provocaron los diez mil pájaros de mi cabeza, deseosos de volar a lugares inhóspitos a través de esas fotografías.
Fue entonces cuando aparecieron el resto de sus amigos y, temeroso de que vieran algún resto de sus sentimientos hacia mí, intentó ocultar su sonrojo, que recorría todo el caminito de pecas desde sus mejillas hasta su nariz. Entonces, Pedro, nervioso, se comportó como el imbécil que con el tiempo me di cuenta de que era.
—Anda, Escarlata, vete con tu amigo, el flacucho, y déjame vivir, que no tengo tiempo para aguantar a niñatas.
Salí corriendo de allí. Tú no te acordarás, pues estabas entretenido, comprando un vaso de pipas cuyo fondo parecía no tener fin, pero estuvieron un buen rato riéndose de mí y de otras tantas cosas absurdas; parecían hienas hambrientas. Conseguí que Carmen te echase un puñado más de pipas, aunque se derramasen, fue mi manera de darte las gracias por acogerme y no echarme en cara nada. No sé de qué hablamos, solo sé que tus silencios se complementaron perfectamente con mis miles de palabras en aquella mañana de domingo. Tengo muy buenos recuerdos de todas nuestras conversaciones, yendo al colegio, jugando a videojuegos o pasando el rato en tardes de lluvia y tormentas. A veces, tus silencios me hacían dudar sobre si te molestaban nuestras conversaciones, quizás demasiado extensas por mi parte, pero, con el tiempo, creo que conseguimos equilibrar la balanza y entendernos.
Al día siguiente, me crucé con el Pecas, a solas, en la calle. Creo que mi indiferencia hacia sus disculpas no le hicieron mucha gracia. Mis palabras sonaron bastante convincentes y pareció quedarle claro que ya no estaba interesada en sus historias ni en sus fotos. Me arrepentí bastante de aquello.
Sin embargo, cuando anoche me puse a recordar, en todo nuestro pasado, en todos nuestros buenos y malos momentos, salió, como siempre, el recuerdo difuso de aquella tarde primaveral. Me atormenta pensar en ello. No recuerdo bien, y me siento absolutamente indigna por ni siquiera recordar qué fue exactamente lo que pasó, lo que me pasó. Solo te recuerdo a ti, espero que tú solo te acuerdes de mí, y que tu mente se haya olvidado de lo que sufriste. No sé si tú te has planteado esto alguna vez en tu vida, pero yo muchas: si tuviese el valor, y el poder, de viajar en el tiempo, tengo claro adónde iría, y sería contigo, a esa tarde de primavera, a jugar al balón prisionero, pero esta vez seríamos un equipo. Me he fallado a mí misma muchas veces, he cometido muchos errores, pero el recuerdo más oscuro, incierto y duro de mi mente es este. Podría elegir volver a aquel veintitrés de septiembre, para no haber escuchado los cuentos de aquel galán; podría elegir pasar más ratos contigo, o haber aprendido antes la fórmula que equilibraría todas nuestras conversaciones; también podría regresar a mi encuentro con el Pecas, la tarde posterior al suceso, para, al menos, recuperar la oportunidad de ver esas fotografías que tanto me hubieran gustado. Podría elegir cambiar o repetir muchos momentos, pero siempre he deseado cambiar aquel, más que nada en el mundo.
No soy capaz de identificar cuándo ocurrió todo esto, ni de dar una cronología absoluta de aquello. Solo sé que ocurrió en nuestra infancia, y aún así ni siquiera sé si eramos pequeños, o ya mayores. Si eramos mayores, está claro que yo fui demasiado pequeña para la situación. En cualquiera de los dos casos, tú fuiste un gigante, al que le tocó luchar contra un dragón. Lo siento, nadie merece tener que luchar sin quererlo. No hubo motivo, que yo recuerde, para iniciar esa pelea; si lo hubo, no creo que fuese suficiente para desencadenar en lo que ocurrió . No me acuerdo de si fui partícipe de ello —solo espero que no—. Me bloqueó el miedo; solo pude decir que no cuando me ofrecieron la pelota para lanzártela, pero no te ayudé, ni paré al dragón; te dejé allí, prisionero. No sé qué más decir, ni qué hacer, solo puedo darte las gracias por no tener en cuenta mi poca valentía. Nadie nunca lo admitirá, pero tú siempre has sido más bueno que yo, espero que este viaje sirva para reconciliarnos con ese pasado, aunque nos siga atormentando. Seguiré buscando lo perdido.
Nos quedan muchas partidas.
Tuya,
Carlota.