¿Por qué escribo penas?

Hace tiempo ya me di cuenta de una cosa, y es que siento predilección por mi pena cuando escribo. Tal vez, mi lector lea entre líneas a una persona un tanto afligida, que solo alcanza a ver injusticias y muestra sus heridas, como un mártir al que nadie acoge entre sus brazos. Tal vez, sin darme cuenta, pudro el corazón de mi lector con un puñado de palabras que lloran por no ver la luz del alba. Quizás sea así, pero esa no es mi verdad.

Escribo penas porque busco calma y siempre encuentro magia y consuelo en el reflejo. No recuerdo muy bien cuándo se secaron mis lágrimas de tristeza. Tampoco sé muy bien si fue mi dictadura la que le impuso a la amargura no derramar ni una gota. Lo cierto es que tuve que buscar un salvoconducto para no guardar en mis adentros una eternidad de angustia y sufrimiento. Y es así como encontré en mis palabras un remedio; un canal para trasmitir mis sabidurías.

Mi pena es creativa y me instruye. Mi pena no es mala; creo que ninguna pena lo es. Solemos creer que estar triste es ilícito y una penitencia, pero no es así. Tener heridas y mirarlas a los ojos, sin miedo a que nunca cicatricen, es dar un paso a ciegas en busca de la paz. No, el dolor no es malo. El dolor nos enseña y nos susurra al oído que la calma no siempre nos espera a la vuelta de la esquina, que la vida labra caminos intrincados y nadie alcanzó la meta sin brújula.

Hoy bendigo una y mil veces esta, mi pena, porque alimenta mis palabras y les quita la sed. Y ellas vibran, se retuercen y corren por el patio de la libertad. Ella me ha enseñado a no temer cómo la oscuridad me arrebata el aire y me devoran los infiernos. Me ha demostrado que uno aprende más con el corazón hecho añicos que esbozando una sonrisa. A fin de cuentas, reímos con más ganas cuando sabemos que al llegar a casa puede que la melancolía nos esté esperando con los brazos abiertos.

Pero nos obcecamos tanto en la dicha que siempre olvidamos dar de comer a nuestros pesares, que rugen hambrientos para llamar la atención de su dueño. Descuidamos sus formas y seguimos lamentándonos cuando el macabro juego del azar carga contra nosotros, en lugar de encontrar eso que acaricie nuestro espanto. Mi medicina son las palabras y funcionan, siempre lo hacen, pero entiendo la diversidad del ser humano y sé que cada uno ha de construir su refugio. Deberíamos peinar y vestir a la pena a nuestra manera y no temer que nos dé un beso en la mejilla frente al espejo.

Tal vez, pudro el corazón de mi lector. Podría ser, pero no tengo una respuesta concreta. No sé muy bien qué es lo que ronda la mente de aquel que ose leerme. Sea como fuere, me enorgullezco de mis palabras, que cargan con mi pena y me acobijan en sus faldas cuando tengo frío. Y, si es así, si es cierto que agarro la mano del lector y lo arrojo a lo más profundo de mis lamentos, puedo dormir tranquilo, porque hago bien mi trabajo. Y es que el dolor hay que sentirlo.

Os invito a que vosotros también lo hagáis.

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