Un amigo me dijo hace poco que el déficit de conocimientos es mucho más palpable en el trabajo de un artista que en el del profesional de casi cualquier otra disciplina. El del artista se ve a simple vista y es material; se tiene o no se tiene, y si es bueno suele apreciarse en un primer vistazo (a pesar de que muchos se empeñen en que esto no es así). Pensar en el final de la carrera produce vértigo, porque no sabemos muy bien, ninguno, qué va a ocurrir. Lo más usual es continuar haciendo vida dentro de la universidad e ir subiendo escalafones para acabar siendo profesor en ella, u opositando. Una opción muy loable y recomendada. No voy a ser yo quien se queje, porque la docencia artística es una de las ramas más ricas y agradecidas que existen, así como una de las más habituales y solicitadas. Sin embargo, aspirar a vivir del trabajo autónomo como artista, diseñador, ilustrador o lo que uno guste, parece algo directamente utópico.
Estadísticamente, el número de autores que viven de su obra en relación al número de graduados cada año en Bellas Artes es uno de cada treinta. No me extraña, pues lo que el mercado requiere, en cada una de sus vertientes, es un contenido original o novedoso; y para lograr eso, es necesario tener algo bastante más personal que los trabajos académicos acumulados durante la experiencia universitaria. No entiendo, por esto, a los que se quejan de la dificultad de acceso al mercado del arte y su obra es técnica y temáticamente igual a la de las otras 28 personas con las que han compartido aula.
Que Bellas Artes es una carrera que chupa las energías es cierto. También desmotiva, frustra y crea malos vicios, pero no me parece una excusa para no haber intentado, simplemente, aproximarse a la experiencia profesional, porque es algo que en los demás grados se toman con mucha naturalidad. En todas las carreras existen prácticas, que suelen ser un porcentaje del total del temario y comienzan a darse a partir del segundo curso, como pronto. Todo el mundo las disfruta y las espera con ganas, afrontándolas con bastante responsabilidad. Es por eso que las aprovechan con el recuerdo constante en mente de que lo que están haciendo es exactamente una aproximación a su futuro laboral. Bellas Artes, por su parte, es una carrera en la que cada minuto, en cada espacio de cada asignatura se realizan prácticas, pretendiendo ser todas y cada una de ellas esa aproximación de la que hablo. Pero también es la carrera en la que, pese a esto, todo el mundo cree ser ya ese profesional sin haber demostrado manejarse con solvencia en sus disciplinas de manera práctica. Y mejor no hablemos a nivel teórico. Aún así, decir esto, con estas palabras, me parece ser demasiado prudente. No fue hasta segundo de carrera cuando un profesor se atrevió a formular una pregunta que debería haber sido formulada mucho antes de entrar a primero: cuántos de nosotros de verdad quieren dedicarse a esto y cuántos de nosotros están aquí porque simplemente les gusta entretenerse haciendo dibujos o viñetas en sus ratos libres. Este profesor expuso algo que yo no me había atrevido a decir nunca: que Bellas Artes no es una carrera a la que entrar simplemente porque a uno le guste hacer dibujitos en un bloc o quiera ser ilustrador. Bellas Artes es una carrera a la que acceder si tu intención es adquirir todas y cada una de las destrezas y conocimientos técnicos que existen aplicados al mundo del arte para materializar y dar forma a cada una de tus ideas, pudiendo ser estas un cuadro al óleo, una instalación, una escultura, mil viñetas o una performance, garantizándose así la correcta ejecución técnica de cada una de ellas. Pero el orgullo malsano de aquel que cree que lo sabe todo, que se cree ya un profesional, que cree que los errores deliberados en las piezas son un acierto y es ya un artista porque hace dibujos cuquis no entiende de límites. Este suele ser el mismo que habla de su carrera artística cuando esta ni si quiera ha comenzado porque sigue en período de formación; es el mismo que se ponen las etiquetas de «multidisplinar, figurativo y conceptual» al lado de su apellido, es el mismo que cree que todo el mundo hace cosas chupiguays, pero es también el que más larga la tiene (la lengua) cuando toca llamar a alguien ególatra, pedante y petulante.
No nos tomamos en serio y está sobradamente demostrado. No porque no nos respetemos unos a otros (que nos respetamos demasiado), sino porque no somos realistas con quiénes somos en este momento de nuestra formación y etapa artística. Aquí todos somos el rey del mambo, en una carrera cuyo camino huele a chicle y está adornado con parterres y margaritas. Así, cuando llega un colega de profesión y critica nuestro trabajo, se habrá convertido en un egoísta, egocéntrico y ególatra; será tildado de hipócrita, desagradable, faltón, y descarado, porque a mí nadie puede quitarme mi etiqueta de artista. Y esto, a pesar de no tener trayectoria, respaldo teórico, volumen de obra, proyectos definidos y acabados, proyectos en proceso, conocimientos técnicos, conocimientos teóricos, inquietudes reflexivas, lenguaje plástico ni, por supuesto, aptitudes reales.