«Contemplo los días de estío con ojos que conocen la oscuridad del alma». Así fue como concebí la hornada de infortunios en que se había convertido la vida de Vincent, después de deleitar mis odios con la poesía de Don McLean. El cantautor estadounidense —que no americano— surcó los cielos de la fama con su álbum American Pie (1971), y me robó el corazón con su canción Vincent (1971), un tributo al artista posimpresionista Vincent Willem van Gogh, con que esbozó a la perfección los tormentos que persiguieron, durante toda su vida, al maestro del pincel y el óleo. La canción, una alegoría del famoso cuadro La noche estrellada (1889), no es más que una apología de la aflicción que había tomado las riendas del sentir de McLean y lo había llevado a identificarse con el desdichado Vincent. Solo bastó con leer la biografía del pintor para que el cantautor se percatase del dolor que tuvo que sentir Van Gogh al morir en las sombras, alienado y condenado a sufrir la locura de la soledad.
El autor de El principito, Antoine de Saint-Exupéry, decía con toda razón: «lo esencial es invisible a los ojos». Ciertamente, los contemporáneos del pintor tuvieron que llevar una venda en los ojos, hecha a base de seda vil con un toque de egocentrismo, para no ver que los óleos de Vincent rezumaban desesperación; una llamada de auxilio, desde sus adentros, que nunca obtuvo respuesta —eso o fue la única oreja que le quedaba, con la que no alcanzaba a escuchar a nadie que estuviese dispuesto a tenderle una mano para escapar del precipicio. Sea como fuere, acabó convirtiéndose en un afiliado a los loqueros, al que nunca se le reconoció su obra en vida, y se le repudió, condenándolo a vivir los infiernos de su mente y a librar una batalla que, desde el principio, anunciaba una derrota inminente.
La demencia, sin embargo, fue su fiel aliada. Un arma de doble filo que lo empujaba a plasmar en el lienzo una putrefacción casi divina, a la vez que tentaba a las Parcas, para que cortasen, de una vez por todas, el hilo de su vida. ¿Qué habría sido de su obra de no salpimentarla con un poco de locura? Nunca lo sabremos y él, desgraciadamente, nunca sabrá que, hoy, se le vanagloria por encalar el mundo, en busca de respuestas y descanso, aunque fuera en vano. De hecho, su magnum opus, La noche estrellada, fue engendrada tres meses antes de su muerte y se convirtió en los versos de un pobre loco al que apenas le quedaban fuerzas para nadar contra los mares bravos de la insensatez. Finalmente, la insania acometió al artista y lo sumió en un silencio sepulcral, que profanaría, años después, el entusiasmo de los descendientes de una sociedad injusta; una sociedad que había apartado la mirada para no ver los monstruos del artista.
Van Gogh tuvo la mala suerte de nacer en el momento equivocado, ya que, poco después, las gentes buscarían esa locura destructiva en otros artistas, y la elevarían a la gracia divina que difícilmente se puede encontrar en un mundo terrenal. Así, el señor de las moscas, Dalí, o el borracho y demente, Hemingway, nunca vivieron los horrores de una alienación social y siempre disfrutaron de la estima que merecían. Bendita locura con que les había tocado cargar, porque, gracias a ella, colmaron a nuestra sociedad con arte y hermosura. Sin embargo, eso, tal vez, sea lo que nos convierte en peores personas: conocer la locura del artista, amarla en vida y ponernos una venda en los ojos para no presenciar la tortura que lo reducirá a cenizas.
Hoy los girasoles persiguen al artista, al compás del sol, y, en cada estrella que orna la noche, quedan restos de sus óleos. El mundo luce los colores de un mártir del arte que murió en silencio, loco de atar, por pintar sus demonios para deleitar a muchos y a nadie. Su obra consiguió perpetuar la voz que un día le arrebataron y aún puedo escuchar los gritos de angustia en sus cuadros y en la música de Don McLean. Incluso hay días en que juro ver sus ojos azules reflejados en la paleta de otros artistas, en su propia poesía; y me digo a mí mismo: «Vincent, este mundo no estaba hecho para alguien […] como tú».