La presentación del libro

Tengo las suelas mojadas y me las seco en el felpudo mientras una joven de pelo revuelto me da la bienvenida. Consulte cualquier libro sin compromiso, me sugiere, me obliga. Entro acompañado por la luz del atardecer que me calienta los tobillos.

—¿Es hoy la presentación? —ya vi el cartel al entrar pero pregunto de todos modos.

—Sí, empezamos a las ocho —contesta sin apartar la mirada de la estantería que ordena alfabéticamente.

Navego despreocupado por las etiquetas lacadas que aguardan la llegada de un lector al que poder ignorar. El lector inocente pregunta y pregunta pero el papel es frío. No tiene nada que decir o ya lo dijo todo. Cojo un libro al azar, busco unas líneas concretas:

«Apoyando la barbilla sobre las palmas de las manos, pienso consternado que, si mi corazón estuviera tan vacío como esta habitación, la brisa de la primavera también penetraría en él sin llamar a sus puertas».  

El local tiene unas escaleras que descienden a un sótano húmedo en el que dos libreros colocan sillas de madera. La iluminación está sostenida por dos bombillas desnudas que reservan la oscuridad para el fondo del cuartillo donde se apilan enciclopedias y demás objetos encuadernados.

Me siento en la tercera fila y un hombre viejo gruñe en mi idioma. Iniciamos la más estéril de las conversaciones. Él solo quiere confirmar su anacronía: un ser tan antiguo en un tiempo tan fresco. Durante horas llora sobre mi regazo mientras me cuenta la historia de su mujer muerta, de su perro muerto, de su hijo vivo pero ausente. Mi pernera izquierda está empapada. El agua de lágrimas no siempre es así de pesada: las lágrimas de alegría son etéreas, casi vaporosas. Estas, por contra, me oprimen, y temo desplomarme junto a él. Decido separarme y siento que ambos morimos un poco. Un micrófono delgado preside la sala, expectante. Las farolas también delgadas se encienden en la calle por obligación.

Tres señoras se sumergen en la esquina más lejana en un abrigo inmenso de bisón que tapiza todo el suelo. Un grupo de sonetistas ha acertado a encender un fuego y preparan en la penumbra una cazuela de arroz blanco. El crepitar es persistente y no me escucho pensar.

Suspendido el vértigo regresamos a los cuidados, a la mirada honda y fraternal. Nos damos cita con un objetivo común y, una vez disuelto, solo compartimos nuestra fragilidad, pero la compartimos. Nos podemos romper por tantos sitios que las calles debieran estar llenas de pedazos, pero somos coquetos y esperamos a volver a casa. Cruzado el umbral apagamos la luz de la calle y nos derramamos sobre las sábanas a esperar a que nos remienden las heridas. Sin los otros somos fugaces, flores efímeras; sin los otros no somos.

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