Los lloricas del mundillo

Obra: «Floating baby», de Eloy Morales.

 

El postureo en el mundo del arte es un síntoma de la inocencia que es característica del joven aprendiz. El dárselas de artista es algo que ya no tiene valor alguno en el preciso momento en que basta con «hacer» algo en cualquier fase de la etapa profesional, incluyendo la de formación, para ser calificado con esa distinción. El docente anima al alumno continuamente a vivir en un sueño en el que creerse un escultor del romanticismo o un pintor contemporáneo, a darse ínfulas de vanidad. Esta sobreprotección, que otro nombre no tiene, no hace más que engañarnos. No basta con creerse algo para poder serlo y parece irrisorio tener que mencionarlo. El postureo del artisteo es algo tan arraigado que se palpa tanto en el joven fumeta como en el grafitero o en el torpe inhábil y desmañado. Y esto no es algo necesariamente malo; ni muchísimo menos.

El problema es que es el propio alumno quien no quiere ser enseñado. No porque no quiera aprender en las aulas, porque entre esas paredes se llegan a ver trabajos técnicos de cierta calidad, sino porque no aplica lo aprendido de manera autónoma. Aquí voy a referirme al pintor, porque hay que dejar claro que no es pintor ni el que pinta sólo en clase y para clase, ni el que juguetea con colores en pequeños papeles y blocs.

Sin embargo, parece un ultraje mencionar esto, porque aquel alumno inflado por las vanidades que le ha soplado el docente, automáticamente se ofende porque sí que se creía pintor. La realidad es que ningún médico, informático o traductor osaría autodenominarse tal hasta haber, como mínimo, finalizado su formación.

Esto es un problema; el alumno se convierte en un gallito con la cresta erecta al que no hay quien se la baje, porque quien lo haga quedará tachado de intolerante, poco solidario, ególatra, pedante o petulante.

Parece una osadía decirlo, pero si el acabar la carrera no te convierte en artista, mucho menos el estar cursándola. Estamos demasiado poco acostumbrados a la crítica y nos creemos el ombligo del mundo. Creemos que los defectos en nuestras obras no tienen importancia si son «deliberados»; creemos que tiene el mismo valor un dibujo en un cuaderno de apuntes que una pintura sobre bastidor; creemos que nos copian si una obra se parece a la nuestra; creemos que basta y es suficiente con ir haciendo lo que la academia exige, y eso está tan lejos de la realidad que, al salir de una hacia la otra, nos rompemos los dientes de boca contra un muro. No hay exalumno de Bellas Artes que no diga haber disfrutado mucho la carrera y no haber querido salir al mercado laboral por miedo a saber que «no había trabajo». O dicho de otro modo, a saber que el poco trabajo que tiene no da la talla lo suficiente como para ser valorado por el público.

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