Tumba de Enrique II en Saint-Denis.
Enrique II de Francia, como os dije, fue un pobre desgraciado en vida. Se casó con Catalina de Medici, una mujer a la que no quería y a la que nunca llegó a querer; también vivió grandes tragedias de joven, al estar retenido por el rey de España, u otras como el asesinato de su hermano (aunque eso, queridos míos, da mucho de qué hablar).
Su muerte, al igual que su vida, fue una desgracia como otra cualquiera (y con esta termina su lista). Aunque, queridos lectores, quien avisa no es traidor. A Enrique II no se le dijo una, sino tres veces, que iba a perecer y, aun así, sabiendo que moriría, decidió que ningún ocultista, astrólogo o señor reescribiese su historia (o el final de esta).
Fueros tres hombres que estaban en la corte quienes auguraron este fatídico final: Luca Gaurico, el astrólogo Simeoni y el famoso Nostradamus.
Luca Gaurico nació en Gaura, la actual Montecorvino Rovella, en Italia. Su padre lo instruyó en los estudios clásicos, tan de moda en la época. El hombre era un erudito de la época que, con 27 años, consiguió sacarse el título de Doctor artium (Doctor de Artes).
Continuó sus estudios de la astrología judicial, cuyo objeto de estudio era el destino del hombre. Uno de aquellos destinos que estudió fue el de Enrique.
En 1552, Gaurico mandó un escrito dirigido al duque de Ferrara, Módena y Reggio, Hércules II, en el que vaticinaba la muerte del rey de la Casa de Valois.
Nostradamus, el ocultista favorito de Catalina, también puso su granito de arena en este asunto tan espeluznante. En su obra Centurias escribió: «El León joven dominará al viejo en un torneo, le reventará los ojos en la jaula de oro y el viejo morirá de muerte cruel».
Enrique II se encontraba celebrando la boda de su hija Isabel con Felipe II de España y la de Margarita, su hermana, con el duque de Saboya.
Una parte de la fiesta consistía en la realización de una justa, es decir, un combate entre dos contendientes a abajo y con lanza, en este caso de madera. Mediante este peculiar juego, los caballeros demostraban su destreza con el manejo de las armas.
Enrique II quiso participar en honor a Diana de Poitiers, su amante. Una forma de hacerse el macho ibérico gabacho, supongo. Tanto la nobleza como la Corte estaba entusiasmada ante este momento. Sin embargo, había una persona a la que no le hacía mucha ilusión que Enrique participara en esta justa de honor… Se trataba de Catalina.
Ella había soñado numerosas veces con la muerte de su marido en un duelo de justas (el sexto sentido no le fallaba). Otro astrólogo, Simeoni, le dijo que los malos augurios que soñaba terminarían ocurriendo y que moriría a causa de una herida que lo dejaría ciego.
Aquel 30 de junio de 1559, durante los festejos nupciales, el rey combatió contra su futuro cuñado y después con el Duque de Guisa, duelos de los cuales el rey salió sin un solo rasguño.
En su tercer combate, en este caso contra el conde Montgomery de Lorges, la tinta de su destino se derramó, dejando sus últimas páginas ennegrecidas.
En uno de los choques, la lanza del conde se quebró y una de las astillas perforó en un ojo hasta llegar al cerebro real.
El médico real, Paré, quien practicaba medicina experimental, al ver que la situación de su monarca no mejoraba, pidió que se le reprodujeran las heridas a varios condenados a muerte para que él así pudiese probar en los cadáveres la operación que debía llevar a cabo con el rey. La herida era prácticamente imposible de recrear, por lo que se necesitaron muchos cadáveres. Cuando Paré consiguió esta ardua tarea, se dio cuenta de que no había manera alguna de salvar la vida de Enrique.
El rey, en su lecho de muerte, pidió que se celebrase la boda de su hermana Margarita con el duque de Saboya. Tan solo unas horas más tarde, Enrique II, rey de Francia, moriría a causa de las heridas producidas en la justa de honor, tal y como se había predicho por tres personas completamente distintas.