El rapto de Proserpina, el mito de nuestra era

El rapto de Proserpina, de Bernini.

 

Por las faldas del Etna baja ya Proserpina, hecha añicos por la zozobra del inframundo y con las ansias de encontrar al final del camino el amor incondicional que un día le arrebataron. Ceres, su todopoderosa madre, avista a lo lejos la silueta de su hija. En cada paso en que Proserpina se aproxima a sus orígenes, la dicha invade a Ceres, sana sus tormentos y adormece a golpe de lira sus peores pesadillas.

Madre e hija están a punto de reunirse un año más para acariciar a los bosques, regarlos con sus llantos de alegría y despertar a las flores de su gran letargo. No conocemos muy bien la buena hora en que se les encomendó llamar a la primavera para mantener la gracia del universo. Solo sabemos que fue el supremo del infierno quien usurpó la felicidad de madre e hija, raptó a Proserpina sin importarle cuánto la joven lo repugnara y la hizo suya por las bravas, arrebatándole la decisión y el permiso de condenarla al mundo de los muertos. Luego, como premio de consolación, tuvo la repulsiva clemencia de devolver a Ceres su fruto durante seis cortos e insaciables meses. Tal vez no fue por bendita misericordia, sino más bien por temor a que la diosa sembrara desiertos con su pena. Sea como fuere, Plutón usurpó sin piedad y con mucha alevosía una de las condiciones fundamentales del ser humano: la libertad.

Cualquiera puede pensar que esto no es más que un cuento chino, las quimeras de una sociedad vetusta y corrompida de la que solo quedan una lengua muerta, santuarios destrozados y unos cuantos pedazos de sus vasijas. Sin embargo, es el pan de cada día. Hoy y, con mucha seguridad, siempre, llevamos el mito del rapto de Proserpina a escena. Violamos, usurpamos, raptamos y resquebrajamos el corazón de la mujer. Robamos a la madre el amor, el consuelo y la admiración de su pequeña obra de arte. Despojamos al ser humano de toda libertad y lo condenamos a quemarse entre los dolores del inframundo. Y nosotros, antagonistas de esta representación maquiavélica, nos lavamos las manos cuando se cierra el telón y se apagan las focos.

Nos importa un bledo maniatar a Proserpina para hacerla nuestra y disfrutar de un placer carnal vacuo. Apartamos la mirada y los sentimientos, repudiamos cualquier tipo de filantropía y dejamos atrás la eterna angustia de una buena tragedia. Y, luego, cuando buscamos razones que justifiquen nuestra crueldad, llamamos a Cupido para gritarle culpas. Le decimos que enloquecimos por amor, por esa arma de doble filo que creó su mano divina, y que nos libere de nuestra insania sin ningún tipo de penitencia.

Llevamos al extremo el mito que la sociedad grecorromana empleaba para explicar el paso de las estaciones. Hacemos de la primavera un invierno perenne de aflicción y tortura. Encadenamos a nuestro trono de hierro a la mujer y amordazamos sus deseos. Creemos estar bien arriba, en el Olimpo, con un bastón de mando, mientras subyugamos al mortal a merced del totalitarismo. Pero no somos más que dioses de la nada que reposan en el averno. Antagonistas de una primavera que ha llegado para quedarse.

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