«Si queda algo de un sistema como el surrealismo, que hago mío y al que me acomodo lentamente, si quedara solo con qué enterrarme, de todos modos nunca habrá habido con qué hacer de mí lo que yo quise ser, a pesar de la complacencia que tengo para mí mismo». Breton, en el prefacio de Manifiestos del surrealismo.
Era el surrealismo una herramienta más con la que modelarse; para interpretar y transformar(se) la realidad. Él se suscribe y la hace una extensión de sí mismo. La más pura, la más acertada y basada únicamente en el poder inmenso e inagotable de la imaginación. Esta imaginación es la posibilidad última para quienes aspiran a la verdadera libertad, manifestada en lo cerrado de la locura. Un estado de lucidez en lo auténtico y que quedaría por encima de las leyes de los hombres y de la naturaleza. Definida la libertad en relación a los demás, la locura crea sus propias reglas y directrices y evoca las pasiones verdaderas. Se disfruta de la vida en libertad y solo en libertad. ¿Y la libertad de liberarse de uno mismo? Algo intuye Breton en esa complacencia que tiene hacia sí mismo; «complacencia relativa, en función de la que se puede tener hacia mi yo (o no-yo, no sé bien). Y, con todo, vivo, y hasta descubrí que amaba la vida».
La búsqueda de un acto que reinvente la manida realidad, la facticidad de estar vivo que aplaca los formalismos. Entiendo que ese yo complaciente de sí es la construcción que hace el mundo de nosotros, es ese conocerse a uno mismo, a lo que llega desde fuera junto con la legitimidad que le es propia. Por eso, Breton envidia la libertad de los locos que no sufren los golpes del cincel, que despojados de su yo (en este sentido) son libres de los demás.
«Querida imaginación, lo que más quiero en ti es que no perdonas». Breton entiende que cualquier moral solo puede encontrar su justificación en la libertad. Y es un moralista de la facticidad, juzga los actos y nada más. No especula, no perdona, no recuerda. Así, el foco de atención hay que posarlo en ese inconsciente que trata de salir por las grietas de nuestro yo. Lo que no es moldeable, lo incorruptible al pragmatismo autoimpuesto de la experiencia.
Para mí, sin embargo, la libertad es la referida a uno mismo. Nunca habrá habido con qué hacer de mí lo que yo quise ser. El determinismo terrible del arrojo existencial. Cuando despertamos del sueño de la niñez y nos encontramos ahí, manidos, a medio hacer, pero adoctrinados. ¿Qué quiso ser Breton? ¿Quién quiso que fuera? Todo ocurre demasiado tarde y la libertad se antoja verdaderamente como un sueño. Y en lo más profundo de la mente, si alguna vez fue una posibilidad, lo que subyace también, creo, nos es ajeno. Es entonces cuando la iniciativa cambia de rumbo y nos obliga a invadir cada palabra, cada costura de este mundo unido por el lenguaje. Una vez cambiado lo de fuera, quizá pueda aceptarse el verdadero determinismo. La voluntad se apaga y se encuentra en su lugar la complaciente libertad de pensarse.
Liberarse de los demás es el comienzo, pero liberarse del sello, de lo ya hecho en nosotros, del pasado inmutable que nos tiene encadenados y desde el que esperamos y proyectamos el futuro, es la verdadera lucha por la libertad.
«Comprendí que, a pesar de todo, la vida estaba dada, que una fuerza independiente de la de expresar y de hacerse comprender espiritualmente presidía, en lo que concierne a un hombre que vive, las reacciones de un interés inestimable cuyo secreto desaparecerá con él».