Imagen extraída de carmengarciahilo.com
En aquella fría madrugada de martes, el Callejón de los Espejos (también conocido por los habitantes del centro como Callejón del Gato) le decepcionó bastante. No estaba seguro de si el calor de la bebida –manjar nocturno– sumada al helador viento de la madrugada habían conseguido distorsionar los «distorsionadores» espejos, o si acaso, la desmesurada –en muchos casos casi obsesiva– lectura de las aventuras del «cráneo privilegiado» y su perro Don Latino había conseguido crear una expectativa demasiado alejada de la realidad. O quizá el paso del tiempo. Aquel callejón, en otros tiempos abandonado de la buena mano de Dios, ahora se encontraba a pocos pasos de unas de las discotecas más conocidas de la ciudad.
Por un momento se paró a pensar, intentando esquivar las distorsionadas imágenes que el licor añejo –y alguna otra sustancia que como narrador ajeno me niego a especificar– le insertaba en su cerebro. Y pensó, y llegó a una conclusión que desconocía si era la correcta en base a un meticuloso estudio de la situación, o si sin embargo, en vez de sumergirse en el contexto oportuno se había decantado por sacarse de la manga la respuesta que quería escuchar, la respuesta que quería recibir de un reputado –pues él era de todo menos eso– estudioso de historia, filología o incluso sociología: dado que tiempos pasados siempre han sido mejores –eso sí que lo tenía claro–, es el tiempo el que siempre se encarga de estropear los buenos momentos. Y dado que son las personas las encargadas de hacer que el tiempo cambie, es la gente la que se ha encargado de estropear los buenos lugares, pues los buenos lugares son creados por buenos tiempos. También pensó que podría ser al revés, que quizá eran los buenos lugares los que creaban buenos tiempos, pero la ecuación seguía siendo la misma. Todo se reduce al Ser Humano, a una cuestión bastante terrenal.
El licor añejo dio un nuevo revés a su saturada cabeza transportándolo nuevamente a aquel callejón, a aquellos espejos, a aquella realidad posmoderna –¿posmoderna? No sabía dónde lo había leído, pero según los grandes tratados de los nuevos grandes sabios, el peor de los fracasos es aquel que no es logrado por uno mismo, suponiendo que de esta forma uno es incapaz de remediarlo, sintiéndose impotente, pues sabe que nunca lo pudo haber evitado.
Seguía haciendo bastante frío, pero su cuerpo no paraba de emanar calor. La imagen de sus ojos empañados reflejados por los espejos le parecía grotesca. Se sacó un guante del bolsillo izquierdo de su pantalón y se secó los ojos. Le habría encantado haber nacido cien años antes, aunque sabía de sobra que, en caso de haberlo hecho, habría soñado con otros cien años atrás y así hasta el principio de los tiempos. O no, quizá realmente aquella generación no le representaba. Tenía el cerebro y el corazón tan encasquillados que no era capaz de pensar con claridad.
Una voz a su espalda rompió su jaleo mental. Los compañeros de madrugada le llamaban, alguien había conseguido un par de botellas por ahí. De repente una sonrisa brotó en su rostro haciéndole pisar tierra firme. Se los veía tan felices, tan mundanos. Él también quería. Dio una patada a todos sus pensamientos, rompió mentalmente aquellos espejos y se centró en lo que realmente se tenía que centrar: en que la policía no los pillara bebiendo por la calle a esas horas. Horas en las que se juntan los trasnochadores y los que madrugan. Los golfos y los honorables caballeros de ciudad.