Mi obra «(Pel)lejos». A la izquierda, una fotografía destruida analógicamente. A la derecha, un dibujo a bolígrafo, 50 x 70 cm.
Cada día me produce más tristeza ver cómo los artistas figurativos noveles intentan respaldar conceptualmente sus obras, como si esto las hiciese parecer más interesantes. Creo que no hace falta demostrar empíricamente que cuando se fabrica un discurso en posproducción, la atmósfera que envuelve la obra, así como sus contextos, toman un tinte venenoso que sólo derivan en gatillazos para el espectador. Es como si se intentase demostrar que una obra no es banal utilizando una verborrea que sólo deriva en vueltas en círculo tan mareantes como estúpidas. Deberíamos entender que, a veces, el discurso de una obra es no tener discurso o, al menos, no mucho. Hay obras de arte maravillosas con un hilo conceptual o narrativo muy pobre o inexistente. Hay ocasiones en que uno puede quedar plenamente maravillado por, qué se yo, la sexualidad humana, que quiera dedicarse a pintarla 20 años sin un afán investigador enrevesado, sino que lo haga por mero placer y disfrute de la temática. Hay ocasiones en que menos es más. Y hay otras en las que es mejor tener poco que decir a ser un pedante empedernido.
El discurso es una herramienta fundamental en ciertas disciplinas ligadas a las abstracciones o los conceptualismos. La realidad es que está muy mal visto el decir que la abstracción, por ejemplo, requiere de una cierta formación para ser entendida, pero esta premisa, aun estando rebozada de soberbia, tiene algo de cierto: la abstracción se lee en códigos no narrativos, al contrario que la figuración. La abstracción se interpreta en colores, formas, texturas, capas, contrastes,… Pasa algo similar con el cine: el público medio no suele entender o poder disfrutar del cine experimental; se incomoda si la cuarta pared es atravesada y un actor mira a cámara, o se muestra escéptico ante propuestas sin hilos argumentales lógicos. La narrativa es el lenguaje artístico universal, y en la abstracción y los conceptualismos o no aparece, o está muy diluida.
Volviendo al comienzo, sin embargo, no vale cualquier discurso, igual que tampoco vale cualquier obra. Caer en la filosofía barata como forma de hacer que las piezas parezcan más interesantes es algo que canta como un gallo de madrugada y que no solo devalúa la obra, sino que lleva la categoría del creador, el artista, a la de cómico. En «Las Meninas», por usar un ejemplo de fácil acceso, el discurso ayuda a entender cómo Velázquez se presenta desafiante ante el espectador y le muestra su paleta, una muy reducida con la que nos enseña que con muy poco ha construido la mejor pintura del barroco español, como poco. En este caso, la explicación sí encuentra un reflejo real en la obra que nos viene a presentar. Pero el dilema va más allá…
¿Es suficiente con que una obra sea coherente con su discurso? Mi respuesta es que no. No porque uno pretenda deliberadamente quemar una tortilla, esa tortilla va a estar rica. En el arte, no todo vale. En todo caso, todo vale en la estética, que es la que no entiende de categorías, porque abarca desde lo bello hasta lo grotesco, lo kitsch o lo destrozado. Es por eso que una corrida de toros tiene altísimas cualidades estéticas (entre las que hay que incluir la belleza, entre otras), aunque ese sea otro tema al que, en algún momento, me lanzaré. El dilema reside en que hay éticas que rozan con la estética, de igual forma que con lo político. El artista Golucho decía con mucha convicción que «si la protagonista de una obra es la técnica, ésta no vale». ¿Qué nos quiere decir aquí el artista? Pues que la abstracción por la abstracción, no tiene sentido, de igual forma que la figuración fotorrealista sin contenido real. Pero la idea de la técnica debe ir más allá, porque la técnica es también saber sacarle las astillas al lápiz y no sólo dibujar con él.
Recuerdo las palabras de una persona cuyo trabajo iba encaminado por esta línea, la de que «las imágenes destruidas son interesantes». Y la materialización artística de estas ideas eran vídeos y fotografías editadas con multitud de filtros y herramientas digitales. Es el ejemplo perfecto del individuo imbuido por el fundamentalismo conceptual. Pensar que algo, porque sí, tiene interés es una idea muy tonta. La destrucción per se sólo puede tener interés para un loco, un fanático o un pedante. La destrucción sólo será interesante cuando esté causada o sea consecuencia de la violencia, la guerra, las venganzas o sabe Dios qué. La aleatoriedad por la aleatoriedad es insulsa, no tiene contenido, y lo que diferencia una obra de arte de un objeto cualquiera –pues ambos tienen cualidades estéticas– es que las de la obra de arte tienen una forma construida a partir de las ideas, y no después de haber sido creadas. Las piezas artísticas siempre nacerán a partir de algo que interese al artista y tenga contenidos relacionados, por lo que una obra sin más contenido que su mera existencia, su fin comercial o su manejo con un discurso en posproducción sólo será una obra de arte que ha mutado a algo de mucho menor nivel.
Magnífico artículo, Pedro!
La primera vez que tuve una «discusión» sobre la obra de un pintor conocido mío, fue en los años sesenta, hace un montón de tiempo, en la que comentando que a mí no me gustaba su obra porque no me gustaban estéticamente sus cuadros ni les encontraba sentido alguno, la persona con la que hablaba me dijo que era porque eran conceptuales y yo no conocía «los fundamentos de la filosofía» en la que estaban fundamentados, y que para entenderla tendría que leer a no sé cuantos autores.
Como tú dices, «Era como si se intentase demostrar que una obra no es banal utilizando una verborrea que sólo deriva en vueltas en círculo tan mareantes como estúpidas», intentando conseguir con ello que parezcas tú el estúpido por no entender una obra tan «elevada».
Ya ves que esto no es una cuestión solamente de los artistas figurativos noveles actuales, por ello la tristeza es mayor por la insistencia en la misma.