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Un largometraje sobre la amistad más fiel y la aceptación de uno mismo siempre resulta emotivo. Incluso si los protagonistas son un joven varado en una isla desierta, al borde del suicidio, y un cadáver putrefacto.
De acuerdo, empecemos desde el principio. En los primeros minutos de la película, Hank (un increíble Paul Dano) está a punto de saltar desde una nevera portátil para que la soga que lleva al cuello acabe con su aburrida vida de náufrago. Pero, justo antes de dar el paso, ve cómo llega arrastrado por la marea un hombre… muerto. Este pobre chico resulta llamarse Manny (un asimismo —y sorprendentemente— increíble Daniel Radcliffe) y a partir de ese momento se convierte en el mejor amigo de Hank. Habéis leído bien. Pero esperad, que aún mejora.
Manny es un cadáver flatulento con incontrolables erecciones que ha olvidado todo acerca de la vida. Es por eso que Hank adopta el papel de tutor: debe enseñarle cómo es comer gusanitos, viajar en autobús, qué es la masturbación, la banda sonora de Jurassic Park… y también cuál es el objetivo de la vida, por qué morimos, qué son la felicidad y qué es el amor.
Una película con esta combinación de elementos podría parecer, a priori, una completa ida de olla. Es lógico. Pero no. Al final, todo resulta en una brillante metáfora sobre la importancia de quererse a uno mismo, incluyendo las rarezas, sobre el amor verdadero, el valor de la amistad y la naturalidad de la muerte. ¿Y cuál es el elemento sobre el que se construye esta metáfora? Los pedos. Sí. Arriesgado, pero eficaz. Lo entenderéis si seguís mi consejo y os decidís a verla.
Eso sí, estad preparados para una historia muy extraña, con humor escatológico y una suerte de historia de amor homosexual necrófilo. Si con todo esto la película no os agrada, al menos habréis disfrutado de una hora y media de una dirección de imagen impoluta, actuaciones magníficas y una banda sonora tan diferente como espectacular. No sé. Vosotros decidís.