Ilustración realizada por Cristina Sanz Ruiz en la antología «Amé todas las pérdidas» editada por la Universidad Complutense de Madrid a manos de Sergio Santiago Romero.
La gente estaba expectante. En la sala confluían voces de todo tipo: voces que hablaban sobre poetas del pasado, sobre la vigencia de algún verso magnífico o sobre el encuentro que, en breves, se produciría. Maestros, alumnos, curiosos y algún que otro artista llenaban todos los espacios disponibles de la estancia y creaban, con su afable presencia, un aura de fraternidad, de unión indeleble entre la poesía y todos los que alguna vez la han sentido profundamente.
De repente, las luces se oscurecieron y en el escenario apareció un músico. Era Jorge Núñez. Con amor y serenidad cogió su violín y empezó a deleitarnos con una triste melodía en la que florecía, lentamente, la nostalgia. Dicha melodía, pura como el agua, emocionaba nuestras pieles regalándonos una hermosura difícilmente descriptible. Mientras las manos de Jorge hacían música, ciertos versos de un poeta francés inundaron mi memoria: «Les sanglots longs des violons de l’automne, blessent mon coeur d’une langueur monotone…». Y cuando terminé de repetir aquellos versos admirables en mi mente, el violín se silenció para dar paso a otra forma de belleza: la que se hace con palabras.
Entró en el escenario Daniel Migueláñez, actor. Lentamente, se desplazó hacia delante y con un gesto compungido empezó a recitar. Sus pasos eran cortos y dubitativos, acordes al sentimiento que de alguna forma estaba declamando. Sus manos parecían hablar también, sus cejas, arrugadas, demostraban que aquellas palabras habían echado raíces en su alma; y ciertamente, él también era un canto. Se notaba el amor procesado por Daniel hacia aquello que expresaba, y así, lleno de fervor y conmovido, por fin pronunció unos versos que reverberaron más que ningún otro en el ambiente: «Soy el que ya comienza a no existir y el que solloza todavía. Qué cansancio ser dos inútilmente». Después de esto, tan solo dos palabras, tan solo dos palabras pronunció: Antonio Gamoneda.
Los aplausos empezaron a sonar y, desde el fondo del escenario, salió un hombre. Un hombre enternecido por el tiempo, un hombre de pelo blanco y semblante ausente que sonreía con íntima bondad. En sus manos, un bastón de madera roja; en su andar, un leve cansancio; en sus ojos, ochenta y siete años de magnífica poesía. Era Antonio Gamoneda.
Sergio Santiago y Cristina Sanz –entrevistadores y profesores de la universidad– aparecieron y se sentaron junto a él. Muchas fueron las palabras con las que nos iluminó Antonio Gamoneda, muchas las ternuras con las que el poeta alegró nuestra mañana, pero yo destacaré las que más impactaron en mi sensibilidad, las que más encendieron en mí un afecto personal hacia su persona y su poesía.
Comenzaba la conversación Sergio Santiago, recordando todos los premios literarios que ha obtenido Gamoneda. Ante esto, con una voz honda y temblorosa, el poeta respondía de una forma tajante: «quisiera decir que lo cualitativo de un poeta no se halla en los premios que le han dado, sino en su poesía. No porque me hayan dado esos premios quiere decir que mi poesía sea mejor, y además –advertía– los premios de más renombre siempre obligan a ser alguien más público, más social, y si uno ha decidido no seguir esa senda en su vida, los premios se vuelven algo lamentable». Vemos aquí la modestia y la sinceridad de un hombre que, entre otras cosas, sufrió la Guerra Civil Española en su infancia; guerra que le enseñó, cuando niño, las miserias de la pobreza (concepto muy recurrente en su obra). Así, el poeta dijo que «había una poesía de la pobreza, una creación artística creada a partir de ella» y más tarde, recordó al gran San Juan de la Cruz diciendo: «Juan de Yepes fue apaleado por algunos de sus hermanos carmelitas en Toledo, que no eran tan descalzos como él».
También, en la agradable conversación hubo hueco para la eterna pregunta: qué es la poesía. Tras manifestar que tal cuestión jamás ha sido respondida ni lo será nunca, el poeta dio su visión personal: «la poesía es un pensamiento impensado que se ubica dentro de un ritmo». Para Gamoneda, por ende, la poesía es un elemento sensible que el poeta no razona de forma lógica, sino que siente y expresa, normalmente, mediante la creación de un ritmo lingüístico. Dicho elemento es dado al poeta de forma súbita, sin que este se percate casi de ello; después, el verbo hará su trabajo artístico.
Como no podía ser de otra forma, la palabra frío –de gran relevancia en la última mitad de su obra, a partir de su Libro del frío– apareció en escena. El concepto desarrollado fue esclarecido por el poeta de una forma magistral «en mi obra, el frío es la declinación de las temperaturas existenciales de la vida». Es el deterioro –diría yo– de la sorpresividad y el ímpetu de una juventud que hace ya muchos años abandonó a Gamoneda.
Nombres como el de José Ángel Valente, o el de Claudio Rodríguez, tampoco faltaron a la cita. Nuestro poeta declaró su admiración y amistad hacia estos dos miembros de su generación, la de los 50. Después otros temas invadieron la charla, como por ejemplo el de la interpretación poética, sobre la que el poeta dijo «yo escribo y tengo una interpretación, pero si alguien tiene otra no es menos válida que la mía». Dando así a entender que la poesía posee tantos sentidos como lectores.
Tras una hora y media de mágica conversación y de luminosas y sabias palabras, Gamoneda, para cerrar el acto, leyó uno de sus poemas. Mientras lo leía, yo pensaba si en su memoria, en su anciana y rica memoria, estaría recordando la causa –ya tan alejada en el tiempo- que le llevó a escribir tal hermosura. Su voz cesó, y con ella, terminó el homenaje. De repente, un verso cruzó el aire; verso que sigue, aún hoy, resonando en todos los que allí estuvimos: «amé todas las pérdidas…». Y nosotros también –alumnos, curiosos, artistas y profesores– amamos y amaremos, don Antonio, cada uno de sus poemas.
A Antonio Gamoneda