Tú la llevas IV: «Anzuelos»

‘Tú la llevas’ es una sección en la que cualquiera puede participar. Al igual que en el juego de ‘El cadáver exquisito’, los autores son cuatro personas que escriben un cuento conjunto, cada uno continuando en el punto donde lo dejó el anterior. Así que ya sabes, si te interesa participar, ¡no dudes en apuntarte! Este mes han participado: Victoria Máss, Noelia Escudero, Iván Toledo y Javier Baéz.

 

El pensamiento venía cada noche. La mujer acostada en la cama, con los ojos absortos en la oscuridad que envolvía la habitación, temblaba de una forma ineludible, esperando el terrible momento de tener que aceptar, de tener que salir de esa cama, de esa casa en la que ya llevaba viviendo más de 30 años, lejos de todo eso que revoloteaba como un pájaro alrededor de sus hombros sin saber parar.

No se sabe en qué momento vino el primer pensamiento acerca del retorno, del viaje eterno que nunca aprendió a hacer, y que había postergado desde que llegó a esta ciudad, pensando ilusamente que algún día se cerraría para siempre la habitación que hace tanto tiempo estaba vacía.

Y, sin embargo, ahora le brotaba un impulso, empujado tal vez por el paso de los años, cuando el recuerdo va aprisionando el presente y el futuro, formando una niebla imperceptible que nos hace ver mejor, más claro y más cerca, todo lo que alguna vez nos fue arrebatado. Un impulso que había aflorado de su interior como esas flores naranjas y amarillas que se abren al sol, esas que ella misma había colocado dulcemente en su jardín. La mujer comprendió que cuando la memoria emerge es imposible darle la espalda y ahora tendría que volver a abrir la puerta de su casa de la infancia, respirar el polvo abúlico y viejo de la cocina donde alguna vez pensó que nunca tendría 70 años; ella nunca se lo había dicho a nadie, nunca dijo que el aire en esa casa era como un hueco en el alma, que con 15 años el futuro le aterraba y se mezclaba con el color horripilante de esas paredes, obligándola a salir corriendo una tarde cualquiera para terminar fumando bajo el haya morada del parque de atrás de casa. Pero, ¿acaso la juventud no era perder los ojos a cada instante?

La mujer se obligó a dejar de pensar en la brisa que mueve el tiempo, la lejanía desatinada, sus desolada e irracional juventud. A veces su vida pasaba delante de ella como si lo recordara otra persona, como si todo hubiese sido un sueño, un viaje irrefutable hacia ningún lado. Pero fue entonces cuando el golpe de realidad la estremeció, al darse cuenta de que lo más desgarrador iba a ser retornar al lugar donde ocurrió el terrible suceso, ese que llevaba adentro como un ave ardiendo (sin parar, siempre). Había llegado inexorablemente el momento de reencontrarse consigo misma, de enfrentarse al miedo y al dolor, a la convicción de que tenía que empezar a hacer las maletas para dirigirse al lugar del que nunca salió realmente.

Tras varios minutos de búsqueda, encontró aquellas maletas de color rojo charol que tanto le gustaban. Soñaba que esas maletas se volverían unas trotamundos, sin embargo, solo tenían acumulado el polvo de los años. “Lleváis el mismo tiempo esperando en este lugar, como yo. Ya es hora de que nos vayamos a otra parte”, dijo para ella misma. Empezó decidiendo la ropa y qué llevaría en el neceser. Después, nació el pensamiento de qué les diría a su familia e hijos, si contar la verdad o mentir al respecto. La duda se hizo eterna y, aunque sólo habían pasado varios minutos, el agobio comenzó a brotar como si de una lluvia torrencial se tratara.  Decidió decirles la verdad, al fin al cabo son personas adultas y lo entenderían. El impago de su casa por motivos de dinero (su marido murió, lo cual hizo que la pensión de ella no llegara para pagarlo) ha hecho que tenga que dejar aquel hogar donde había vivido momentos tan inolvidables y añorados.

Los recuerdos llegan a su mente, como el día en que su hijo Manuel llegó al sofá, donde estaban su marido y ella, con un montón de fotos antiguas en blanco y negro y con una duda que plantear. “Papá, mamá… ¿las personas antes eran en blanco y negro?”. Aquella pregunta hizo que fuera un momento inolvidable para la familia y una bonita anécdota que contar siempre a la gente.

Acordándose de todo, se le iban pasando por la cabeza muchos momentos de su vida hasta que llegó la alusión a sus hazañas en su pequeño pueblo y la casa en la que vivía. Aquella casa era el lugar donde veraneaban todos juntos e iban algunos fines de semana, pero tras la muerte de su marido los viajes al pueblo habían terminado. La idea de volver al pueblo para rehacer su vida allí no era tan mala como creía, pero quería ir sola, no solo por el desahucio de su hogar sino por un motivo peculiar que le llegó a la mente en cuanto recordó su juventud allí.

El primer tren que salía era el de las nueve y media de la mañana y su impaciencia natural la obligó a coger este mismo. Ese día despertó con la sensación que nace en un niño cuando descubre un lugar escondido y desconocido, se aseó lentamente, maquilló los surcos que los años habían arado en su cara y se vistió. Se veía preciosa. El peso de las maletas le supuso un primer reto satisfactorio, pero llegó triunfante y a tiempo al tren. La primera hora de la mañana permitió disfrutar de un tren tranquilo con pocos viajeros, de los albores reluciendo en el cristal del vagón y de una cálida somnolencia. Finalmente llegó a su esperado destino.

El pueblo en el que había crecido se mostraba, años después, lleno de vida, superviviente del tiempo. Las casas rotas de antaño fueron sustituidas por edificios nuevos, limpios y perfectos, las aceras se revistieron de azulejos y las fuentes escupían agua alegre, reluciente. No tardaría en encontrar su antigua casa viendo con sorpresa que también mostraba el efecto del paso de tiempo. Aunque seguía siendo el mismo hogar de siempre, las antiguas paredes grisáceas ahora eran blancas, las rejas de las ventanas ya no vestían óxido y las plantas que colgaban de las macetas amarradas a la fachada seguían con vida.

La mujer sacó, temblorosa, las llaves del bolso y se dispuso a abrir la puerta. La presión de la llave en la cerradura empujó la puerta revelando, así, que ya se encontraba abierta. El resquicio de la puerta abriéndose, cada vez más ancho, dejaba pasar un acogedor olor a café y tostadas, pasó curiosa como si el olor humeante y los recuerdos que, con cada paso, afloraban en su memoria la arrastraban hacia dentro. Cruzó un largo pasillo central ensimismada, guiándose por las imágenes de su memoria: la esquina donde sus hermosos hijos jugaban inocentes, la salita de estar donde bebía café y compartía risas con sus amistades cercanas, el vetusto armario donde guardaba las fotos antiguas, el sillón donde dormitaba su marido después de su cansada jornada…

Sin embargo, de repente, se dio cuenta de que el chirriar de la tetera en la cocina no era una ilusión de su memoria e inmediatamente comprendió que no estaba sola.

—Señora, ¿qué hace usted aquí? —dijo un hombre apareciendo desde una de las habitaciones que conectaban con el pasillo. Al mismo tiempo salía a su lado una mujer con actitud desconcertada y una niña que se limpiaba las legañas de la mañana con la mano mientras emitía un último bostezo de descanso.

Se trataba de un hombre mayor, unos diez años más que ella. Poco a poco, se iba acercando con paso lento, sin ningún miedo, pero con un temblor propio de la edad, mientras se secaba la boca de unas casi imperceptibles manchas de café con un pañuelo. El hombre se mostraba extrañado, pero, en ningún caso, violentado por la presencia de aquella mujer, con esa actitud confiada tan propia de los hombres de pueblo de dejar entrar en casa casi a cualquiera. Porque, claro, era su casa. Suya. De él. Pero, también, de ella.

—¿Qué hace usted aquí? —volvió a repetirle, cortésmente.

—Ésta es mi casa. La pregunta es qué hacen ustedes aquí.

—No, mujer. Nosotros vivimos aquí desde hace, hoy exactamente, si no me equivoco, veinte años.

—Hace exactamente veinte de años que dejé yo esta casa, al morir mi marido. Pero sigue siendo de mi propiedad.

—¿Cómo se llamaba su marido? —preguntó el hombre.

—José Antonio —replicó—, José Antonio Costilla.

Al oír el nombre, el hombre cambió su rictus del interés a la incredulidad y, de nuevo, a la tranquilidad, invitando a aquella mujer a que lo acompañara al salón, donde podrían sentarse y hablar con calma.

—Así que… José Antonio, dice usted. El anzuelos lo llamaban en el pueblo.

—Sí, así era. ¿De qué lo conoce usted?

—Nada, nada. Pero he oído hablar mucho sobre él… ya sabe: que si murió en el mar, haciendo lo que más le gustaba… Debió ser un hombre muy valiente.

—Sí, pero no me gustan las habladurías de los pueblos. Por eso, cuando falleció, decidí mudarme a la ciudad y, como le prometí a él pocos días antes de que muriese, no pisaría por este pueblo de cotillas nunca más. Pero ya ve, al final, me he armado de valor y he vuelto. Y me lo he encontrado a usted en mi casa y en la de mi José Antonio con la que, supongo, es su mujer.

—Así es —confirmó.

—En fin. Estoy tan desubicada que, por pensar, pienso hasta cosas impensables. Figúrese usted que estoy viendo parecido… Pero, oiga, se lo voy a preguntar: ¿no será usted…?

—¿El anzuelos? ¿José Antonio? —adivinó—; no, no, ni hablar, mujer. En el pueblo se comenta nuestro parecido, pero no soy su marido, por Dios. Vamos, si no me cree, le enseño mi documento de identidad.

El hombre fue a buscar el documento a su habitación y, cuando volvió, se encontró con que ella ya se había marchado. La mujer regresó a su casa convencida de que aquel hombre era su José Antonio, que le había engañado durante años, y con algo tan fuerte como la muerte, con tal de irse con esa fulana quince años más joven que ella. Y el hombre se quedó en su casa, convencido de que esa mujer no podría creer nunca que, veinte años después, estaría hablando de nuevo con su José Antonio, sin saber siquiera su identidad.

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