Nota: Nuevos rumbos conllevan nuevos cambios, por eso desde En plan culto queremos remodelar esta sección (Margaritas para los cerdos), para sacar a la luz a artistas poco conocidos hoy en día (poetas, pintores, músicos, actores...). Pasen y vean.
La Colina
¿Dónde están Elmer, Herman, Bert, Tom y Charley,
el débil de voluntad, el de fuerte brazo, el payaso, el borracho, el de las peleas?
Todos, todos duermen, todos están durmiendo en la colina.
Uno murió de una fiebre,
otro se quemó en una mina,
a otro le mataron en una riña,
otro murió en la cárcel,
otro cayó de un puente donde trabajaba para mantener a su mujer y sus hijos…
Todos, todos duermen, todos están durmiendo en la colina.
¿Dónde están Ella, Kate, Mag, Lizzie y Edith,
la de tierno corazón, la ingenua, la recia, la orgullosa, la feliz?
Todas, todas están durmiendo en la colina.
Una murió de parto vergonzoso,
otra por un amor desgraciado,
otra a manos de una bestia en un burdel,
otra con un orgullo roto por haberse dejado llevar del corazón,
otras, que buscaba su vida en lejos, en Londres o París,
fue traída a su palmo de tierra de Ella, Kate, Mag…
Todas, todas duermen, todas están durmiendo en la colina.
¿Dónde están tío Issac y tía Emily,
y el tío Towny Kincaid y Sevigne Hougton,
y el Mayor Walker, que había hablado
con de la Revolución[1]?…
Todos, todos están durmiendo en la colina.
Les trajeron a hijos muertos en la guerra
y a hijas aplastadas por vida,
con hijos sin padre, llorando…
Todos, todos duermen, todos están durmiendo en la colina.
¿Dónde está el tío Jones el Violinero,
que jugó con la vida por noventa años,
desafiando la ventisca a pecho descubierto,
bebiendo, alborotando, sin pensar ni en la mujer ni en la familia,
ni en el oro, ni en el amor, ni en el Cielo?
Ahí está, charlando de las francachelas de antaño,
de las carreras de caballo de los buenos tiempos en el pueblo de Clary’s Grove,
de lo que dijo Abe Lincoln
en Springfield.
[1] La Guerra de Independencia de EE.UU de 1776.
¿Por qué una margarita?
No fue ni Bukowski con su sexo servido en un baso de whisky fuerte al lado de un boleto de apuestas, ni las insolencias y los cantos a la paz, el placer y la fiesta eterna de la Generación Beat lo que iniciaría el realismo sucio, aunque parezca lo contrario. En realidad, sobre este género se empezó a hablar mucho tiempo antes con la publicación por entregas de la Antología de Spoon River de Edgar Lee Masters.

Con un estilo narrativo muy marcado (parece casi una novela), esta larga antología de poemas contiene en su interior los testimonios a modo de epitafios de, nada más y nada menos, casi 250 personajes principales distintos intrincados en 14 tramas. Quería, de este modo, contar la Vida desde el microcosmos personal, centrándose en lo escabroso, la doble moral, las apariencias, lo inmoral, el sexo y demás temas demasiado peliagudos para el puritanismo de clase y el formalismo literario. Se trata, así, de un inmenso diálogo de una tumba a otra entre los habitantes del pueblo de Spoon River, enterrados en una inmensa colina a modo de cementerio, lugar literario creado al estilo de Macondo, la Región de Benet o Yoknapatawpha. El poema elegido no es más que el inicio, a modo de prólogo, de la historia que pretende contar.
Pero no debe ser entendida esta obra como una «antología» en su sentido más estricto, sino como una de las voces de los muertos, arquetipos humanos e identidades. A través del utilizadísimo recurso del ubi sunt (‘¿Dónde están?’), seguiría los pasos de Manrique al modernizar el recurso hablando de los muertos de su «pueblo» y contestando insistentemente a la retórica pregunta; irónico, sin duda. Todos están muertos en la colina, pero hablan entre los vivos para decir la verdad sobre la vida dando su última queja, teñida por la ironía, la sorna y el humor negro. Curiosamente, lo hacen a través del epitafio, la frase final que resume la vida del muerto, un recurso mentiroso al que Masters le pega un retruécano de 180 grados: son autorretratos condensados en testimonios, acusaciones, confesiones y autodefensas póstumas entre unos y otros; se rebelan contra el epitafio «oficial» impuesto gritando con sarcasmo y amargura. «¡Si los muertos hablaran…!», pues toma ahí, lo dicen todo.
Siguiendo la estela de Walt Whitman, abanderaría el verso libre como forma poética, llegando a ser largos versículos. Por supuesto, tanto por ello como por su contenido, las críticas de victorianos y formalistas llovieron con el grito al cielo: «Esto es prosa, vulgar y su autor es un mal sano obsesionado con el sexo», diría más de uno. Sin embargo, poetas más jóvenes como Willis Barnstone dirían de él que «en su fresca y áspera dicción, en su tono sombrío e irreverente, sin condiciones, en su poética utilización de los común y lo trivial, los poemas de Masters anunciaban la obra de nuestros mejores poetas del periodo anterior a la Segunda Guerra Mundial».
Pese a saberse poco de esta obra hoy en día, fue todo un éxito de ventas en su época, cuando el autor, bajo el pseudónimo de Webster Ford, inicio esta novedosa forma de hacer poesía en la revista Mirror. Tal fue, que en 1915 se le ofreció hacer una recopilación en un libro, reventando las listas de ventas en su primera edición reimprimiéndose hasta 19 veces llegando, en 1940, a las 70 ediciones. Jamás en la historia de la literatura estadounidense hubo tal fenómeno. En palabras del poeta Erza Pound, «¡Por fin! ¡Por fin América ha descubierto un poeta!». Sin embargo, las largas guerras y la miseria en las que se vió sumido el mundo eclipsarían a su autor y su obra; una enorme obra cuyas consecuencias harían saltar por los aires los ya tambaleantes límites de la poesía para, incluso, derramarse en los demás grandes géneros como son la Narrativa y el Teatro. No cabe duda de que hace falta rescatar la Antología de Masters como ejemplo de la búsqueda de la renovación de la literatura y, en concreto, de la poesía… algo tan necesario hoy en día; quien busca en el arte una nueva expresión no busca más que el canal perfecto para que fluya el nuevo ser humano de su tiempo.
Dejo, para quien haya llegado aquí, el bellísimo epitafio poético con que termina la obra, siendo la voz de Masters quien habla a través de su otro yo, Webster Ford:
Webster Ford
¿Recuerdas, oh Apolo Délfico,
aquel ocaso a orillas del río cuando Mickey M’Grew
gritó «¡Es un fantasmas!», y yo «Es Apolo Délfico»,
y el hijo del banquero nos ridiculizó diciendo «Es la luz
junto a las banderas al borde del agua, imbéciles»?
¿Y que luego, con el tedioso paso de los años, mucho después
de que el pobre Mickey cayera en la torre del agua hacia su muerte
hundiéndose entre una oscuridad de alaridos, yo llevé
la visión que pereció con él como un cohete que cae
y mata su luz contra la tierra, y la oculté por miedo
a que el hijo del banquero invocara a Pluto paraui salvarme?
Vengado fuiste por la vergüenza de un corazón medroso,
tú, que me dejaste solo hasta que te volví a ver en una hora
en la que parecía haberme transformado en un árbol de tronco y ramaje
endurecidos, convirtiéndose en piedra, pero que echaban
hojas de laurel, innumerables hojas de laurel ondeantes,
que, agitadas, sacudidas, encogidas, luchaban contra el entumecimiento
que deslizaba hasta sus venas desde las ramas y el tronco moribundos.
En vano es, oh jóvenes, huir de la llamada de Apolo.
Arrojaos al fuego, morid con una canción de primavera,
si habéis de morir en primavera. Pues nadie puede mirar
la cara de Apolo y seguir vivo, y tendréis que elegir
entre la muerte en las llamas y la muerte tras años de penas,
firmemente arraigados en la tierra, sintiendo la mano espantosa,
no tanto en el tronco como en el terrible entumecimiento
que se desliza hasta las hojas de laurel, que jamás cesan
de florecer hasta que uno cae. ¡Ah, hojas mías,
demasiado secas para coronas, que tan sólo valéis
para urnas de recuerdos, atesoradas quizá como motivos
para corazones heroicos, para los que canten y vivan sin miedo…!
¡Oh, Apolo Délfico!